El viento golpeaba suavemente las alas del avión mientras atravesaban las nubes. Aiko seguía dormida, y Ryuusei, aún con la mirada fija en Volkhov, preguntó:
—¿Tú… sabes algo más de los Valmorth?
Volkhov asintió lentamente. Se acomodó en el asiento y, como si le costara recordar, empezó a hablar.
—Cuando todavía era parte del ejército ruso, recibimos una orden directa: infiltrarnos en una de sus mansiones principales, en los Montes Cárpatos. Éramos un escuadrón de élite. Pensábamos que sería una misión de reconocimiento... pero no.
Hizo una pausa, como si recordara algo que preferiría olvidar.
—Aquella mansión parecía más un templo oscuro que una casa. Había archivos, registros, y lo más extraño… retratos antiguos. Todos con una figura central: un joven con el cabello blanco, ojos rojo sangre… y una presencia que te helaba con solo mirarlo. Se llamaba Michael Valmorth. El origen de todo.
—¿El fundador? —preguntó Ryuusei, con intriga creciente.
—Más que eso —respondió Volkhov, bajando la voz—. Fue un anomalía en la historia. Un nacimiento que no debió ocurrir. Nadie sabe cómo ni por qué, pero Michael nació con poderes divinos. No solo tenía fuerza o velocidad… podía crear materia. Dinero, armas, minerales… lo que deseara. Fue así como inició el imperio. Con un simple gesto, llenaba bóvedas de oro. Y con otro, podía borrar ciudades del mapa.
Ryuusei tragó saliva. A su lado, el ambiente parecía haberse enfriado.
—Lo más perturbador —continuó Volkhov— es que establecieron una regla de linaje: solo los que nacían con cabello blanco y ojos rojos eran considerados "herederos puros". A los demás... los eliminaban. Eran ejecutados al nacer para no "ensuciar" la línea de sangre.
—¿Qué clase de locura es esa…? —susurró Ryuusei.
—Una locura que el mundo permitió —respondió Volkhov con frialdad—. Michael vivió más de lo que cualquier humano debería. Algunos dicen que aún está vivo, oculto, controlándolo todo desde las sombras. Otros que dejó descendientes igual de poderosos, todos con dones distintos... pero con la misma ambición.
—Y tú viste eso con tus propios ojos...
—Vimos algunos... a uno en particular. Un niño. No tenía más de doce años. Se paseaba por la mansión flotando en el aire, jugando con esferas de fuego y acero como si fueran juguetes. Nos miró... y sonrió. A los cinco minutos, solo yo seguía vivo.
Ryuusei se quedó en silencio.
—Entonces… ese imperio no es solo dinero y poder. Son... dioses disfrazados de humanos.
Volkhov lo miró de reojo.
El motor del avión zumbaba en segundo plano, pero Ryuusei solo podía concentrarse en las palabras de Volkhov, que ahora parecía más un historiador maldito que un fugitivo.
—Fue hace unos diez años. —comenzó Volkhov, mirando por la ventanilla como si aún pudiera ver el pasado—. El mismo presidente me encargó una misión clasificada: rastrear a los posibles sobrevivientes del linaje Valmorth. Se rumoreaba que algunos habían desaparecido, que se habían ocultado para evitar ser ejecutados por sus propios parientes.
Ryuusei lo escuchaba con total atención. Cada palabra pesaba como un secreto de Estado.
—Y lograste encontrar a uno… ¿o una?
—Sí. Se llamaba Laura Valmorth. Había cambiado de identidad y vivía en una zona rural del este de Rumania. Fingía ser una profesora retirada. Pero cuando me vio... supo de inmediato por qué estaba ahí.
Volkhov hizo una pausa. Aiko, que acababa de despertar, se quedó en silencio al notar el tono de su voz.
—Laura me lo contó todo, como si estuviera esperando ese día. Dijo que Michael Valmorth murió en 1995, pero dejó un legado de hijos, hijas… y sangre maldita por todo el mundo. Algunos intentaron vivir lejos del imperio, otros fueron cazados por no cumplir con el estándar del "linaje perfecto". Pero lo más alarmante fue lo que me dijo antes de que todo ocurriera…
—¿Qué fue? —preguntó Ryuusei.
—Que se avecinaba una boda. Un matrimonio arreglado entre Elizabeth Valmorth, una de las hijas más poderosas del nuevo linaje, y Samuel Camer, el heredero de otra familia con dinero, influencia… y habilidades especiales. No tan poderosos como los Valmorth, pero peligrosos en su propia liga.
—¿Y eso fue un intento de alianza?
—Exactamente. Un pacto entre dos casas poderosas para dominar nuevas industrias, posiblemente hasta territorios. Pero…
La voz de Volkhov se apagó por un momento.
—Algo salió mal. Muy mal.
Los ojos de Ryuusei se abrieron con tensión.
—¿Qué pasó?
—Laura nunca pudo decírmelo. Justo cuando iba a contarme los detalles, escuchamos gritos afuera. Habían llegado soldados... no rusos. No supe de qué país eran. Y no buscaban a un simple civil.
Volkhov apretó los dientes, su mirada se volvió fría como el acero.
—Logré escapar por una rendija trasera… pero cuando miré atrás, la vi. A Laura, de rodillas. Gritando. Y entonces uno de ellos lo dijo con desprecio:"Sangre sucia."
—¿¡Qué!? —exclamó Aiko.
—Y le cortaron el cuello. Sin juicio, sin preguntas. Solo por no tener los ojos rojos… solo por no ser una "pura". No sé cuántos más han matado así.
Un silencio fúnebre llenó la cabina del avión.
Ryuusei, con los ojos cerrados, murmuró:
—Esto ya no es una simple misión. Esto es… una guerra de linajes.
Volkhov asintió.
—Y lo peor es que aún no hemos visto a los verdaderos herederos en acción.
—Tenemos que encontrar a alguien —dijo Ryuusei, mirando por la ventana del avión privado mientras surcaban los cielos europeos.
—¿Alguien? ¿Quién? —preguntó Aiko, que masticaba una barra energética medio derretida.
—Brad Clayton —respondió él sin mirarla.