El silencio que siguió a la explosión del Guardián de los Ecos era espeso, como una mortaja de humo y miedo que se cernía sobre la cámara subterránea. La energía mágica que antes saturaba el aire se disipaba lentamente, dejando solo el temblor de respiraciones entrecortadas, gemidos amortiguados y el goteo constante de sangre cayendo sobre la piedra. La tenue luz que emitía la linterna táctica de Amber Lee oscilaba, revelando un escenario de pesadilla: fragmentos de los guardianes de piedra desparramados como los restos de una criatura profanada, entremezclados con charcos oscuros y espesos que se confundían entre sangre humana y la sustancia negra que manaba de los constructos.
La cámara hedía a muerte: hierro, carne quemada y polvo arcano. Volkhov, Arkadi y Aiko apenas se sostenían en pie. Las heridas abiertas supuraban, y el aire viciado parecía absorber el dolor con un hambre silenciosa.
Amber Lee permanecía quieta, con la esfera de cristal palpitando en sus manos. Su superficie estaba manchada con su sangre y la de los enemigos caídos, y sin embargo, brillaba con una calidez malsana. No dijo nada al principio. Solo su mirada se movía, clavada con intensidad en la base del pedestal destruido. Grabado sobre la piedra chamuscada, el símbolo del Yin y el Yang titilaba bajo la luz trémula. Era el mismo que llevaba Ryuusei en su máscara.
Amber retrocedió un paso, como si la revelación le hubiese escupido una bofetada invisible.
—No puede ser... —susurró, más para sí que para los demás.
Aiko, jadeante y con una herida aún abierta sangrando en su abdomen, se acercó arrastrando los pies, su katana ensangrentada sirviéndole de bastón. Observó el símbolo por un instante, su mirada endurecida por la fatiga y el espanto.
—¿Es... su símbolo? —dijo, apenas un murmullo—. No es coincidencia. No puede serlo.
Volkhov gruñó mientras se arrancaba parte de su ropa para improvisar un torniquete en su muslo. La sangre le chorreaba por los dedos. Había recibido un impacto directo en la pierna y varios cortes profundos, pero aún mantenía esa dureza estoica que lo definía.
—Maldita sea Ryuusei... —escupió con un bufido entre dientes—. ¿Qué clase de mierda estás ocultando?
Arkadi, medio colapsado contra una pared, tenía el rostro empapado de sudor y sangre, pero sus labios aún dibujaban una sonrisa irónica.
—Ese símbolo... representa el equilibrio perfecto entre destrucción y creación... luz y sombra. Si Ryuusei lo lleva... y está aquí... entonces está metido hasta el cuello en algo mucho más antiguo que cualquiera de nosotros.
Amber apretó la esfera con ambas manos. Su mandíbula estaba tensa, sus ojos brillaban con furia, temor... y duda.
—Mi abuela protegía este sitio —dijo con voz ronca—. Nunca me habló de Ryuusei. Nunca mencionó nada sobre guardianes, símbolos sagrados ni guerras antiguas. Esto es una farsa o una traición.
—O ambas —masculló Volkhov—. Pero lo que es seguro es que no fue una coincidencia que nos mandara aquí sin advertencias. Nos usó.
—¿Y ahora qué? —preguntó Aiko con la voz baja, pero firme—. ¿Le devolvemos esto? ¿O lo destruimos?
—Destruirlo no es tan simple —intervino Arkadi, arrastrándose hacia el pedestal—. Lo que llevas, Amber... no es solo un artefacto. Es un ancla. Un conducto de algo más viejo que la historia misma. Algo que duerme.
Aiko frunció el ceño. —¿Y lo hemos despertado?
Arkadi no respondió de inmediato. Solo asintió lentamente, su rostro pálido.
Amber sacó su comunicador. Sus manos temblaban, pero su decisión era firme. Pulsó el canal codificado. Un chasquido de estática respondió. Luego, la voz de Ryuusei llenó la cámara con su tono gélido y controlado, aunque teñido con un matiz nuevo: tensión.
—¿Aiko? ¿Cuál es su situación?
—Sobrevivimos —respondió Aiko de inmediato—. Pero estuvimos cerca de no hacerlo. Nos enfrentamos a guardianes de piedra... y a una criatura ancestral que casi nos arranca las entrañas. Y por cierto —añadió con sarcasmo amargo—, gracias por el aviso.
Ryuusei guardó silencio. Luego habló, despacio.
—¿La esfera está segura?
Amber agarró el comunicador. —Está aquí. Pero encontré algo más. Tu símbolo. En el pedestal. ¿Cómo es posible? ¿Cuál es tu verdadera conexión con esto?
El silencio que siguió fue largo y sofocante.
—Ese símbolo —dijo Ryuusei al fin—... no es mío. Es un legado. Uno que comparto contigo, Amber. Tu abuela fue su guardiana. Y ahora tú lo eres.
La voz de Amber se quebró ligeramente, pero no por debilidad. Era ira contenida.
—¿Y por qué me lo ocultó?
—Porque eso hacen los guardianes —dijo Ryuusei—. Protegen. A veces, incluso de sus propios herederos.
Volkhov se limpió la sangre del rostro con un trapo ennegrecido. —¿Y qué clase de guardianes matan a sus aliados a ciegas?
Ryuusei no respondió a eso.
Arkadi murmuró algo en un idioma olvidado. Un hechizo de limpieza. La sangre que impregnaba su túnica comenzó a evaporarse lentamente, dejando solo manchas oscuras.
—El símbolo es un círculo —dijo él, con voz hueca—. Pero los círculos también encierran. Y a veces... lo que encierran no debería ser liberado.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Aiko—. Estamos todos hechos mierda. Arkadi está medio muerto. Volkhov va a perder la pierna si no se la tratamos. ¿Cuál es el siguiente paso?
—Les enviaré coordenadas —respondió Ryuusei—. Un lugar fuera de Hong Kong. Un refugio. No muy lejos. Allí tendrán tiempo para sanar... y para decidir si realmente quieren seguir en este camino.
—No me des opciones —gruñó Volkhov—. No después de lo que hiciste.
—No es una opción. Es una advertencia —replicó Ryuusei—. Esto solo se va a poner peor.
La transmisión terminó.
Nadie habló durante un largo rato.
Amber miró la esfera en sus manos. La sangre seca formaba pequeños canales a lo largo de su superficie, como si fueran grietas en una fruta madura a punto de explotar.
—Volkhov tenía razón —dijo finalmente—. Esto no termina aquí. Solo fue... el umbral.
Aiko apretó el mango de su katana con fuerza.
—Pues que venga lo que tenga que venir —dijo en voz baja—. Porque no pienso retroceder.
Volkhov soltó una risa hueca, entre dientes, como un hombre que se ríe antes de entrar en el infierno.
—No hay marcha atrás.
Y en lo profundo de la cámara, con el hedor de la sangre aún fresco, los ecos del pasado susurraban un futuro teñido de muerte.