La noche no caía en Refugio Quinto.
Simplemente... se espesaba.
Las luces de los extractores seguían titilando como luciérnagas enfermas, pero la oscuridad se filtraba entre los recovecos de metal, grasa y aliento rancio. Allí donde la luz artificial no llegaba, el mundo parecía suspenderse, como si el tiempo dejara de funcionar. Era en esos intersticios donde nacían los susurros, los rumores de cosas que no debían existir. Cosas que, según los registros, ya habían sido erradicadas.
Aeren no regresó a su cubil.
Caminaba sin dirección fija por las entradas del refugio, con la capucha calada y los pasos calculados. Sabía que el equipo de recolección vendría. Y cuando venían, no lo hacían solos. Los Perseguidores acompañaban a los Blancos durante las redadas nocturnas, y si bien nadie conocía sus rostros —ni siquiera se sabía si eran humanos—, sus garras dejaban cicatrices inconfundibles. Algunos decían que olían el miedo. Otros, que escuchaban los pensamientos.
Aeren dobló por una escalera auxiliar que bajaba hacia el nivel de los drenajes viejos, un área que solía estar sellada por los emisarios por riesgo de colapso estructural. Pero eso la regresó perfecta para esconderse.
El Lumen fragmentado en su bolsillo vibraba de nuevo.
No por uso. Por proximidad.
Se detuvo.
Escuchó.
Nada. Solo el goteo de algún líquido contaminado, y el eco de su propia respiración amortiguada por la máscara filtrante. Se sentó en una repisa oxidada y dejó que la espalda descansara contra la pared fría. Cerró los ojos.
Y entonces, lo volvió a sentir.
Un desgarro.
No físico. No se oye nada. Algo... debajo de lo que se podía nombrar. Era como si la realidad misma se arrugara por un instante. Como si un pliegue invisible le acariciara la nuca. Abró los ojos de golpe, girando hacia el origen de esa perturbación. No había nadie. Pero había algo.
Una grieta flotante, como un hilo de luz quemada, destellaba frente a él.
Pequeña.
Palpitante.
Era similar a la que había visto junto al anciano.
Pero esta... respondía a su presencia.
Se abría.
No con violencia, sino como una flor herida.
Del otro lado, no había oscuridad.
Había... profundidad.
Capas, formas, ecos.
Como si todo lo que el mundo contenía estaba detrás de un velo que nadie debía tocar.
Y entonces, la voz.
No era una voz como tal. Era pensamiento.
Un susurro bajo la piel.
—Tú... eres uno de los Resonantes.
Aeren se congeló.
—¿Quién…? —preguntó en voz baja, pero la pregunta no tenía dirección.
—Resonante. Aquellos que sienten la Frontera. Aquellos que no están del todo en este lado.
El desgarro palpitó una última vez y se cerró con un suspiro. Como si nunca hubiera estado allí.
Aeren jadeó, sin saber si acababa de vivir un desvarío... o si acababa de escuchar por primera vez a la Frontera.
En los niveles superiores, donde los canales de información eran más densos, los Puros se reunían en cámaras limpias, alejadas del contacto con la superficie. Vestían túnicas de polímeros claros, sin costuras, con implantes que brillaban levemente bajo la piel.
—¿Un Resonante ha despertado en Refugio Quinto? —preguntó uno, de rostro alargado y ojos reemplazados por lentes biomecánicos.
-Si. El registro térmico de canalización fue leve, pero confirmamos una microgrieta —respondió una mujer de tono plano, conectada a una terminal viviente que palpitaba detrás de ella—. Nivel umbral: 0,8. Potencial latente: desconocido.
Un silencio cargado se expande.
—Deben recolectarlo. Si es inestable, neutralicen. Si sobrevive al Paso Umbral, quizás tengamos un nuevo sujeto para el Proyecto Costura.
—¿Y los perseguidores?
—Actívenlos. Pero con parámetros de contención, no de erradicación.
La mañana siguiente no trajo luz.
Solo ruido.
Ruido mecánico, caótico, como si las entradas del refugio intentaran vomitar algo que nunca debió tragar. El sistema de ventilación fallaba intermitentemente. Gritos lejanos se mezclaban con el chirrido de los exotrajes patrullando las avenidas internas.
Aeren se había refugiado en una estructura abandonada: un antiguo laboratorio de calibración, medio sumido en escombros. Entre los restos, se encontraron fragmentos de registros antiguos, cables corroídos y un monitor encendido —milagrosamente— mostrando líneas de código que se repetían como un mantra:
> La Frontera no es una línea. Es una piel rota.
> Todo lo que sangra, puede resonar.
> Y todo lo que resuena… puede cruzar.
Tomó nota mental de esas palabras. No entendía todo aún, pero algo en su interior vibraba con esas frases.
Aeren no era como los demás Oscurizados.
Desde pequeño, lo sabía.
Había cosas que veía en el rabillo del ojo.
Ecos de movimientos donde no había cuerpos.
Sombras que susurraban en frecuencias que el oído no registraba.
Y, más recientemente, sueños.
Imágenes imposibles. Fragmentos de otros mundos.
Y un eclipse.
Siempre un eclipse.
No de sol o luna.
Uno alcalde.
Uno que cubría la realidad.
Más tarde, cuando creyó que la vigilancia había disminuido, emergió.
Caminó hacia una sección olvidada del refugio, guiado por una intuición que no sabía explicar.
Allí, en el centro de una sala circular cubierta de polvo y símbolos arcaicos, lo encontró.
Al anciano.
De pie.
Esperándolo.
—Tu fragmento de Lumen ya no te servirá —dijo el viejo—. Estás resonando demasiado. Te consumiría.
Aeren frunció el ceño.
—¿Quién eres?
—Un fragmentado. Uno que cruzó. Pero no del todo.
—¿Qué es la frontera?
—Una herida. Entre este mundo y lo que está del otro lado. El tejido de lo real, desgarrado por los Puros cuando quisieron entender el Lumen. Creyeron que era una fuente. Pero es un puente. Un canal. Y los Resonantes somos los que escuchamos cuando ese canal nos llama.
Aeren tragó saliva. Parte de él quería huir.
Otra parte… quería más.
—¿Puedo cruzarla?
—No aún. Si cruzas ahora, sin guía, sin Anclaje, te perderías. Serie tragado por lo informe.
—Entonces enséñame.
El anciano lo miró. No con los ojos —que no tenía—, sino con un gesto que penetró más allá de la piel.
—Muy pocos piden aprender. Casi todos corren o se quiebran. Pero tú... ya tienes grietas.
Le extendiendo una mano.
Temblorosa, ajada.
Aeren la tomó.
El entrenamiento no fue físico.
Fue mental. Sensoriales. Espiritual, si esa palabra aún tenía sentido.
Durante días, o tal vez semanas —el tiempo se volvió borroso entre los pulsos del refugio—, Aeren aprendió a respirar en sincronía con el zumbido bajo la ciudad. Aprendí a sentir las grietas en el aire, a escuchar los silencios entre los sonidos. El anciano le enseñó que el Lumen no era solo energía. Era memoria. Era trauma cristalizado. Todo Lumen contenía fragmentos del desgarro original. Usarlos sin guía era peligroso. Por eso los Oscurizados enfermaban, mutaban o se rompían con el tiempo.
Pero los Resonantes podrían adaptarse.
Modifica tu cuerpo.
Moldear su conciencia para vibrar con la Frontera sin quebrarse.
Y si lo lograban, podía abrir Costuras.
Y, eventualmente, cruzar.
Una noche, durante una meditación profunda, Aeren sintió que su cuerpo se deslizaba fuera de sí.
No como un sueño.
Como un desprendimiento real.
Frente a él, una grieta se abriría.
Más grande que antes.
Más clara.
Al otro lado…
Un bosque que no era bosque.
Raíces flotantes, cielos líquidos, criaturas sin forma definida.
Y un eclipse.
Un gran círculo oscuro, inmóvil, eterno.
La voz del anciano lo sacó del trance.
—Aún no. Te falta Anclaje.
—¿Qué es el anclaje?
—Un recuerdo. Una emoción poderosa. Algo que te comiste al mundo real. Sin eso, te disolverías al cruzar.
Aeren bajó la mirada.
Sus recuerdos eran una mezcla de dolor, pérdida y vacío.
¿Había algo que realmente lo atara?
El rostro de una niña apareció en su mente.
Cabello corto, ojos feroces.
Lyn.
Su hermana.
Muerta.
O eso creía.
—Mi Anclaje… es ella.
El anciano ascendió.
—Entonces ya sabes por qué debes cruzar.
Y en algún lugar muy, muy lejos de Refugio Quinto...
Una joven abrió los ojos en una celda blanca.
—¿Dónde…?
Una voz resonó en el sistema.
—Sujeto Lyn-17. Estabilidad neurosomática confirmada. Preparación para el Salto Costura: iniciada.
Ella frunció el ceño.
Y el eclipse la miró desde detrás del vidrio.