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La Marca del Silencio Eterno 1

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Chapter 1 - Raíz vieja, viento nuevo

El bosque no comenzaba con árboles, sino con un silencio que se deslizaba entre la piel y los huesos. Cada rama parecía suspendida en un instante eterno, cada hoja respiraba un aire espeso, casi sagrado. El amanecer aún no había rasgado el horizonte cuando Vael cruzó la línea de piedras que separaba el pueblo de lo prohibido. No llevaba armas ni provisiones. Tampoco buscaba algo que pudiera nombrarse. Solo caminaba.

El musgo cedía bajo sus pasos con una suavidad inusual, como si reconociera su presencia. Algunas ramas, dobladas por el peso de los años, se alzaban apenas al sentir su cercanía. Ningún sendero marcaba la ruta, pero sus pies avanzaban con firmeza, guiados por una vibración que había sentido en su pecho desde la noche anterior. No provenía de fuera. Surgía desde su interior, desde un lugar profundo, más allá de la carne y del pensamiento. Un pulso tenue, pero constante, que lo empujaba hacia adelante.

La niebla danzaba entre los árboles altos, abrazando los troncos como si los protegiera. El bosque no ofrece resistencia. Más bien, parecía apartarse para abrirle paso. Las historias del pueblo hablaban de bestias que habitaban en su interior, de raíces que atrapaban los tobillos y de ojos que observaban desde la oscuridad. Ninguna de esas presencias se manifestaba. Solo había quietud, y en esa quietud, una espera.

Vael no conocía el miedo.

Tampoco conocía la arrogancia de los discípulos que entrenaban en la plaza del templo.

Solo conocía el impulso que latía en su pecho, un llamado sin forma que lo había arrancado de su lecho antes del alba. No había voces en su mente ni recuerdos perdidos. Había una sola certeza: el bosque lo llamaba.

Tras atravesar una hilera de árboles en espiral, apareció un claro. No era grande, pero tampoco parecía pequeño. Las raíces que bordeaban su contorno se entrelazaban formando círculos imperfectos. En el centro, un estanque dormía. La superficie del agua, completamente inmóvil, reflejaba el cielo con tal precisión que resultaba difícil distinguir cuál era el mundo verdadero.

Vael se acercó sin alterar el ritmo de su respiración. Se detuvo a un paso del borde y se sentó sobre una piedra lisa, que sobresalía apenas del agua. Allí cerró los ojos. El aire le rodeó el cuerpo con una calidez sutil. El Korel sellado en su pecho, aquella marca en forma de ojo, vibró con una suavidad casi imperceptible. No emitiría luz. No ardía. Pero vibraba, como si algo dentro de él respondiera a una presencia invisible que lo guardaba desde antes de que llegara.

Extendió la mano. Sus dedos tocaron la superficie del agua con delicadeza.

En ese instante, el mundo se deshizo con elegancia.

El bosque se disolvió con un susurro que no recorrió los árboles ni alteró las hojas. Solo ocurrió. El claro entero paso a otro espacio sin ofrecer resistencia, como si hubiera guardado durante siglos ese instante. El cuerpo de Vael, suspendido en la respiración misma de lo desconocido, se desplazó sin tocar superficie alguna. Ya no pisaba una roca, ni sentía la brisa. Flotaba.

La luz blanca lo rodeaba por completo, espesa y sin dirección. Ninguna sombra cruzaba ese plano. No existía cielo ni suelo, ni puntos de referencia donde apoyar el pensamiento. Aquel lugar no ofrecía límites ni dimensiones, pero lo contenía todo.

Frente a él, a una distancia imposible de medir, emergió una presencia inmóvil. Un ojo que flotaba en medio de la luz blanca, sin girar ni alterar su forma, pero cada partícula del entorno parecía orientarse hacia él. Su existencia no exigía movimiento. Su presencia sostenía la estructura de ese plano, como si todo girara alrededor de su mirada sin pupila.

El Korel en el pecho de Vael emitía una vibración densa, profunda, como si aquella marca —dormida durante años— despertara en respuesta a algo que siempre había conocido. Su cuerpo no ardía ni temblaba, pero cada parte de su ser reconocía la verdad de lo que observaba: ese ojo no pertenecía al bosque, ni al mundo. Ese ojo lo había esperado.

Una voz se manifestó sin emitir sonido. No se deslizó por el aire, ni vibró en el oído. Surgió desde lo más profundo, como una palabra plantada en el centro de su esencia desde el inicio de los tiempos.

—Te he estado esperando.

Cada sílaba se entrelazó con su respiración. La vibración no sacudirá su mente, sino su estructura. Una fuerza suave pero inmensamente antigua recorría cada rincón de su conciencia.

—No conocerás el nombre de lo que eres, ni el mapa de lo que serás. Solo debes recordar esto: serás libre. Y el mundo, al contemplar tu libertad, entenderá el miedo.

El núcleo interno de Vael —ese espacio donde no había habido más que oscuridad— se iluminó. Una esfera comenzó a girar lentamente, suspendida sobre un vacío vibrante. La voz continuó.

—Vael-Nahar.

El nombre se grabó como un decreto. No se impuso: brotó. La marca sobre su pecho palpitó como si hubiera sido pronunciada por primera vez en mil siglos. El ojo tatuado sobre la carne se tensó, y una energía invisible se expandió desde él hacia el interior.

Una grieta luminosa cruzó su plano interno. No trajo dolor ni descontrol. Fue una apertura. Una cámara se formó lentamente en lo profundo de su espacio interior. Era una habitación vibratoria. Su centro latía con una luz pura. No tenía puertas ni techo, pero la energía se contenía en forma de espiral, girando alrededor de un núcleo vibrante.

El ojo no se movió. Ninguna intención expresada. Pero el plano entero parecía aceptar que algo nuevo había comenzado.

Una frase más cruzó su conciencia:

—El ciclo despierta contigo.

El cuerpo de Vael se estremeció. Una corriente de energía recorrió su espina desde la base hasta la nuca. El entorno parecía cerrarse sobre sí mismo con una respiración lenta, y cuando volvió a abrir los ojos, el bosque había regresado. El claro lo rodeaba. El estanque seguía allí, intacto. Las raíces no se habían movido. Todo permanecía igual.

Sólo él era distinto.

La piedra sobre la que estaba sentado parecía más firme, como si le ofreciera permanencia. El aire lo acariciaba con respeto. El Korel permanecía cerrado, sin luz, pero el cuerpo entero vibraba con una presencia nueva. Dentro de su pecho, la cámara giraba lentamente, con equilibrio y ritmo.

Vael se levantó sin apuro.

El bosque respiraba con él.

Y el Ænai comenzaba a girar a su alrededor.

**

El cielo comenzaba a teñirse de un gris nacarado cuando Vael cruzó de nueva la línea de piedras que marcaba el límite del bosque. Sus pasos no arrastraban hojas ni alteraban la bruma matinal. El musgo bajo sus pies reconocía su andar, y el aire se apartaba con delicadeza a su paso, como si el bosque mismo lo escoltara de regreso.

En su interior, la vibración giraba con ritmo constante. La cámara formada en su espacio vibratorio no exigía su atención, pero estaba allí. Presente. Viva. A cada latido, un leve pulso resonaba en su pecho, sin dolor ni presión. No lo guiaba. Simplemente lo acompañaba, como una segunda respiración desde adentro.

Vael caminó entre los senderos del pueblo con la misma calma de siempre. Las casas aún dormían. Las lámparas apagadas colgaban como faroles sin alma, y ​​el vapor de los pozos todavía no se elevaba hacia el cielo. A esa hora, nadie lo esperaba. Nadie debería verlo.

Y sin embargo, alguien lo sintió.

En el nivel superior del templo, ocultos entre las estructuras de piedra viviente y las salas selladas por runas antiguas, los ancianos del círculo central de la Secta Oryveth interrumpieron su meditación al unísono. La energía en sus cámaras personales, por lo general estable como una raíz centenaria, comenzó a ondular. Uno tras otro abrió los ojos, no por alarma, sino por una llamada sutil que rozó sus sentidos.

Heliv, el más viejo entre ellos, no necesitó pronunciar palabra. Su base de cultivo pre-Daevenor de septimo nivel vibró con una intensidad distinta a la habitual, una vibración baja y espesa que solo se manifestaba ante algo que no pertenecía a la rutina del pueblo. En su mente, la imagen de una cámara vibratoria se dibujó de forma espontánea. No era suya. No era de ninguno de los discípulos conocidos. Era nueva.

Y estaba cerca.

Yuren, desde la cámara contigua, sintió lo mismo. En su pecho, las cámaras que representaba su nivel Pre-Daevenor 8 se estremecieron, como si una voz muda hubiera rozado sus paredes internas. Se incorporó, con el ceño fruncido.

— ¿Quién...? —susurró, sin encontrar un rostro.

No hubo respuesta. Solo una sensación de contacto. Un toque leve, directo, ajeno a los canales comunes del Ænai.

En los registros de la secta, se anotaban las vibraciones más prometedoras que surgían en el pueblo, y cada tanto, los sabios evaluaban a los jóvenes que mostraban señales de afinidad con el Ænai. Sin embargo, fuera del templo, existían clanes menores y familias comunes que conservaban métodos antiguos —rudimentarios, incompletos— para despertar una cámara interior. Algunos lo lograron. Algunos incluso avanzaban en silencio, sin ser detectados.

Lo que estremeció esa mañana a los sabios del círculo central no fue simplemente el hecho del nacimiento de una nueva cámara… sino su calidad. Una vibración pura, sin fisuras, sin distorsión, sin ninguna de las imperfecciones habituales. Aquella estructura vibracional no pedía atención. La imponía. Y por un instante, quienes la sintieron no supieron si debían investigarla… o inclinar la cabeza ante ella.

**

Vael atravesó el camino principal con paso firme. Las primeras voces comenzaban a nacer en los patios interiores. Las mujeres del clan Roshan ya colocaban plantas medicinales en los marcos de las ventanas, y en el sector del clan Ennuth, los primeros golpes del metal en la forja anunciaban el inicio del día. Pero nadie prestaba atención al niño sin clan.

Artha lo vio llegar desde la sombra de la puerta. No preguntó.

Sus ojos, acostumbrados a observar las plantas en busca de señales sutiles, no se movieron de él. Y aunque su rostro no cambió, en su respiración vibró una comprensión ancestral. Lo había esperado.

Vael cruzó la entrada. El brasero seguía encendido. El agua hervía en su cuenco. Se sentó sobre el mismo lugar de siempre, junto a las hierbas colgadas del techo.

El Korel sobre su pecho no emitía luz.

Pero sus ojos, al cerrarse, reflejaban el eco de una estructura que ya no pertenecía al niño que había salido al bosque esa madrugada.

**

En el templo, los ancianos del círculo central intercambiaban miradas. Ninguno hablaba de lo que había sentido con certeza. Las palabras no podían contener aquella vibración desconocida. Pero todos sabían que algo había cambiado.

Yuren fue el primero en romper el silencio.

—Debemos buscarlo.

Heliv afirmó con lentitud.

—La vibración que sentimos... no fue un accidente. Fue una entrada.

Una entrada sin comparación.

Y al sur, en una casa cubierta de raíces medicinales y hojas secas, un niño con los ojos cerrados respiraba en calma.

Mientras en su interior, la primera cámara vibraba con ritmo perfecto.