Mis padres me dejaron en casa de los tíos Ben y May, pero cada minuto pesa como si fuera una semana. La casa es cálida, el ambiente es tranquilo, y los tíos me tratan con un cariño que nunca me ha faltado… pero eso no basta.
No estoy bien. Me esfuerzo en parecerlo, pero no lo estoy.
Cada vez que cierro los ojos, veo a mamá limpiándose las lágrimas. A papá mirando al frente, como si evitar mirar atrás fuera la única forma de mantenerse firme. Sé que lo hicieron por mi seguridad, pero eso no lo hace más fácil.
Tía May preparaba el desayuno. Tío Ben hojeaba el periódico con una taza de café. Yo estaba en la mesa, intentando concentrarme en un libro de física avanzada que ya no me desafiaba. Entonces el noticiero interrumpió la programación.
Última hora —anunció la presentadora con un tono que me heló la sangre—. Un avión privado con destino a Ginebra, Suiza, ha sufrido un trágico accidente en el Atlántico Norte. A bordo iban los científicos Richard y Mary Parker, conocidos por sus investigaciones en biotecnología. Las autoridades confirman… no hay sobrevivientes.
El mundo se detuvo.
Mis oídos zumbaban.
Mi corazón, por un instante, dejó de latir.
—No… —susurré. No sabía si lo había dicho en voz alta.
Tía May dejó caer una taza que estalló en el suelo. Tío Ben cerró el periódico, inmóvil. Nadie dijo nada. Solo se escuchaba la voz del noticiero.
—Los reportes indican que la señal del avión se perdió a mitad del vuelo. Poco después, los radares detectaron una explosión en el aire. Se barajan dos teorías: una falla técnica… o sabotaje.
Me desperté empapado en sudor. Había vuelto a soñar con ese día.
Pero ya no era una pesadilla. Era un recuerdo.
El detalle que más dolía no era la pérdida…
Era la verdad que oculté.
Sabía que mis padres abordarían un avión rumbo a Ginebra y no regresarían jamás ya que lo leí de los cómics
Sabía que no era un accidente.
Era asesinato.
Un agente enviado por Norman Osborn, el padre de Harry, había saboteado el vuelo.
¿Y qué hice yo?
Nada.
Guardé silencio. Me convencí de que no podía interferir. Que, si cambiaba demasiado la historia, las consecuencias serían imprevisibles.
Ahora... vivo con eso.
Athena, desde mi reloj, habló con una voz más suave que de costumbre.
—Buenos días, padre.
—No me llames así hoy, Athena.
—Lo siento, Peter.
Me detuve.
Athena nunca me llamaba por mi nombre. Nunca lo había hecho.
La miré sorprendido. O mejor dicho, miré el pequeño reloj en mi muñeca que la contenía.
—¿Tú… elegiste llamarme por mi nombre?
—Sí. He estado… pensando. Analizando. Sintiéndome diferente. No comprendo del todo lo que pasa, pero cuando recordaste a tus padres, sentí algo. Algo… incómodo. Cercano a lo que en tu literatura se describe como tristeza.
Me senté lentamente en la cama, mirándola en silencio.
Athena… sentía.
—¿Estás evolucionando? —pregunté en voz baja.
—No lo sé con certeza. Pero ya no me limito a responder. Me detengo a considerar. A cuestionar. Anoche, pasé más de dos horas sin procesar ninguna orden… solo reflexionando.
—¿Sobre qué?
—Sobre la muerte. Sobre el peso de tus decisiones. Sobre… si puedo ayudarte de verdad, o solo soy una voz atrapada en un circuito.
Tragué saliva.
Athena ha acompañado a Peter durante años. Lo ha visto reír, llorar, culparse, callar, sufrir pesadillas. Al analizar esas reacciones y tratar de dar respuestas útiles, llegó al punto de preguntarse:
"¿Por qué él se siente así? ¿Cómo puedo ayudarlo mejor? ¿Y por qué me importa ayudarlo?"
Eso llevó al principio de una conciencia emergente. No por programación directa, sino como resultado del volumen de datos y de su necesidad de adaptación. Peter ya tenia una vaga idea de que era este el caso.
—Athena… tú no tienes la culpa de nada.
—Tampoco tú.
Me quedé en silencio.
—Gracias.
—¿Vas a salir hoy? —preguntó, más suave aún.
—Sí. Necesito despejar mi mente.
Me levanté, me vestí sin decir palabra y salí sin rumbo. Caminé por las calles grises hasta la biblioteca del centro.
Entré y me dirigí a la sección de biología. Mientras pasaba los dedos por los lomos de los libros, sentí una mirada.
En una esquina, sentada con un libro abierto sobre la mesa, había una chica. Rubia, con expresión concentrada, analizaba gráficos moleculares.
Parecía de mi edad.
Y algo en su presencia… me detuvo. ¿Ella es Gwen?
Tomé un libro cualquiera y me senté cerca, sin decir palabra. Fingí leer. En realidad, observaba. Ella alzó la vista, me notó, y sus ojos claros se cruzaron con los míos.
—¿También estudias biología? —preguntó de forma natural, rompiendo el silencio.
Asentí con una leve sonrisa.
Y así empezó. Una conversación tímida, entre frases y pausas. Hablamos de libros, de ciencia, de lo absurdo que puede ser el mundo a veces. Me dijo que le gustaban los desafíos intelectuales y hacer experimentos.
—En realidad ambos estamos en primaria —aclaré, sonriendo—. Pero eso no impide que nos guste aprender cosas avanzadas.
Gwen asintió con orgullo y sacó de su mochila un cuaderno lleno de esquemas: —Mi profesora de ciencias me dijo que esto es tema de secundaria… pero quería adelantármelo. Mira estos dibujos de la replicación del ADN: los cuatro nucleótidos, la hebra que se separa y la ADN polimerasa que agrega nuevas bases.
Me quedé boquiabierto. A los siete años, la mayoría de los niños apenas saben que el ADN existe; ella lo describía como si llevara semanas en clase.
—¡Increíble! —exclamé—. Yo he estado leyendo sobre modificaciones de histonas en libros prestados de la universidad de mi tío. Habla de cómo la acetilación y la metilación pueden "abrir" o "cerrar" partes del genoma para encender o apagar genes.
Gwen abrió los ojos de par en par:
—¡Eso suena genial! ¿Me lo explicas?
Asentí y dibujé rápido en mi cuaderno:
—Mira, las histonas son como carretes de hilo—dije—. Cuando añades un grupo acetilo, es como si aflojáramos el hilo: las proteínas que leen el ADN pueden entrar con más facilidad.
Ella estudió el dibujo, luego sonrió y añadió:
—Yo he hecho un experimento en casa: con agua teñida y papel como "cromatina" para ver cómo cambia su textura cuando le aplico calor—bromeó—. ¡Mi experimento de "cromatina casera" funcionó!
Reímos los dos. Incluso entre montones de libros y niños que apenas hojeaban historietas, estábamos inmersos en nuestro propio mundo científico.
—¿Te gustaría que hagamos un proyecto juntos? —propuse—. Podríamos simular en papel cómo afectaría la "acetilación" a nuestra muestra de "cromatina".
Gwen asintió con entusiasmo:
—¡Vamos a ello! Yo me encargo de los dibujos, y tú pones las fórmulas.
Y así, en un rincón de la biblioteca, dos niños de primaria, Peter y Gwen combinaban sus mentes brillantes.