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Chapter 5 - Capítulo 5: La diosa de la fortuna y la diosa de la desgracia

Arthur estaba cubierto de polvo y tierra al salir de aquella cueva maldita. Había conseguido terminar la misión, aunque no de la forma más limpia ni heroica posible. Había salido con varios rasguños, una mordida en la pantorrilla y el hedor a sangre reseca. Pero en su bolsillo llevaba un objeto que le había hecho pensar que por una vez la suerte estaba de su lado: un pergamino de habilidad.

 

Lo encontró al fondo de la cueva, junto a los restos de un aventurero menos afortunado. Al principio pensó que era un trozo de papel mugroso, pero cuando lo limpió un poco, reconoció los símbolos y marcas que había visto en los libros del gremio.

 

—¡Una habilidad! ¡Al fin! Tal vez hoy no sea un completo desastre.

 

Emocionado, se lo guardó sin pensarlo demasiado y se dirigió de vuelta al pueblo, soñando con el montón de monedas de plata que recibiría al venderlo. Ya se imaginaba estrenando pantalones nuevos, una comida y, con suerte, alguna bebida barata.

 

Al llegar al gremio, la recepcionista de cabello castaño y expresión indiferente —a la que Arthur secretamente llamaba "señorita ceño fruncido"— lo recibió.

Recepcionista:

—¿Qué tienes ahí?

Arthur:

—Un pergamino de habilidad. Lo encontré en una cueva mientras cumplía una misión.

 

Recepcionista:(alzando una ceja)

—A ver…

 

Tomó el pergamino con cuidado, lo abrió… y se quedó mirándolo en silencio durante unos segundos.

—Está vacío.

 

Arthur:(parpadeo)

—¿Qué Imposible, lo acabo de encontrar.

 

La chica giró el pergamino, lo examinó contra la luz y luego lo dejó sobre el mostrador con un encogimiento de hombros.

 

—No tiene sello. Está inutilizable. No vale nada.

 

Arthur sintió cómo una gota de sudor le recorría la espalda. Lo tomó de nuevo, lo miró y sí —solo era un pergamino viejo , sin ningún símbolo brillante, sin sello, sin nada.

 

Arthur:

(Susurrando)

—Pero… yo lo vi…

 

La recepcionista ya no le prestaba atención. Arthur salió del gremio con el pergamino inútil en la mano y su estómago vacío gruñendo por la cena que no tendría.

 

Caminó por las calles polvorientas de Lacos mientras el cielo se teñía de naranja. Entonces, alzó la vista, respiró hondo y, con la voz cansada pero fiel a su humor resignado, murmuró:

—La diosa de la fortuna me dio un pergamino… y la diosa de la desgracia le quitó el sello. Maldita sea,… algún día me tocará una buena.

 

Se alejó hacia la posada barata donde solía dormir, sin notar que, por apenas un instante, una tenue marca traslúcida brilló en su antebrazo antes de desaparecer.

 

 

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Fin del Capítulo 5

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