En las concurridas calles de la capital, las miradas se centraban en la limusina negra e inmaculada, que lucía el emblema del león, un símbolo de la dinastía que había gobernado la nación durante generaciones. Ethan, observaba las calles que conocía como la palma de su mano, pero que ahora le resultaban agitadas. Los rostros de la gente, unos ansiosos, otros resignados, que se reflejaban fugazmente en las ventanas del automóvil.
El rey era venerado, como la única esperanza que quedaba para mantener en funcionamiento el país. Pero esa veneración no era sin un precio a pagar. La nación, que una vez prosperó, estaba al borde de una revolución. La guerra tambaleaba bajo el peso de la espada, y el desorden social se propagaba como una fiebre que crecía cada día. Ethan, aunque un hombre de inteligencia afilada, sentía que su escaso conocimiento no era suficiente para afrontar los problemas que se le presentaban. Cada decisión que tomaba parecía ser una moneda al aire, y las consecuencias de sus actos se extendían como ondas en un lago sin fin.
El trayecto fue breve, pero lo suficiente para que Ethan ajustara su postura. La máscara de líder se deslizó sobre su rostro con la naturalidad de alguien que ha ensayado ese papel demasiadas veces. En la sede del consejo, fue recibido con reverencia. Una vez sentado, las discusiones comenzaron a girar con la eficacia de un reloj bien engrasado.
Al llegar a la sede del consejo, la multitud que se apilaba frente a las puertas se apartó rápidamente, haciendo paso a su llegada, como si fuera un ritual que no podía ser alterado. Una vez dentro, fue recibido con reverencia con el aplomo que su rol demandaba.
Las palabras fluyeron y las discusiones giraron con la eficacia de un reloj bien engrasado. Los ministros y asesores, todos hablaban sobre la crisis que amenazaba con consumir al reino. Pero, a pesar de la fluidez de las conversaciones, sentía que algo faltaba, como si, a pesar de todo el conocimiento acumulado en esa sala, nadie tuviera la respuesta correcta.
Ethan mantuvo la calma, y con un gesto sereno, extendió la mano hacia una pequeña estatua que descansaba sobre la mesa, tallada en metal frío y pulido. Sus dedos se cerraron alrededor de ella, sintiendo la dureza del material. A veces, el frío de las cosas era lo único que parecía tener sentido en medio de la tormenta.
—Los Halcones han sido guardianes del sur por generaciones —dijo, mientras observaba el objeto con determinación—. Su experiencia es inigualable, pero incluso la fortaleza más imponente tiene sus grietas. No podemos permitir que su obstinación ponga en riesgo la estabilidad del reino.
Los consejeros, asintieron lentamente. Ethan no solo evaluaba la situación; estaba recordando, la debilidad de cada enemigo. Ester, aunque reconocía la validez de sus palabras, no pudo evitar intervenir. Su tono, suave pero firme, contenía una preocupación real. No era solo la lealtad lo que la movía, sino la necesidad de cautela en tiempos tan inciertos.
—Mi señor, confío en su juicio, pero los Halcones tienen una influencia profunda en el sur. Sería imprudente ignorar esa ventaja.
Antes de que Ethan pudiera responder, Harrison, un miembro del consejo, quien hasta ese momento había permanecido en silencio, intervino, tras agotar su paciencia.
—¡¿Qué hace aquí una simple mensajera?! —exclamó, su voz cargada de desprecio mientras señalaba a Ester, como si sus palabras carecieran de valor solo por su estatus en la corte.
Ethan, cuyos ojos brillaban con una mezcla de incomodidad, dejó la estatua sobre el escritorio y levantó la mirada hacia Harrison. Un escalofrío recorrió su espalda al ver la arrogancia del hombre, pero no podía permitir que la escena se descontrolara.
—Solo lo diré una vez más —dijo, con una voz firme que resonó en la sala, silenciando los murmullos crecientes—. Ninguno de ustedes tiene autoridad para darle órdenes… ¿Está claro?
La sala quedó en un tenso silencio. La firmeza de su voz, aunque joven, era suficiente para hacer eco en las mentes de sus consejeros. Ethan sentía la presión sobre sus hombros, sabiendo que, aunque su juventud podía ser un cuestionamiento constante, su autoridad era inquebrantable.
Al observar el mapa extendido sobre la mesa, las fronteras marcadas en rojo parecían arder bajo su mirada. Las opciones ante él se reducían, y el tiempo para decidir ya se había agotado.
—Antes de tomar una decisión, necesito oír vuestros consejos —dijo Ethan, recorriendo la sala con la mirada.
Marissa, la estratega del consejo, se inclinó hacia adelante, entrelazando sus manos sobre la mesa con una calma calculada. Sus ojos, siempre alertas, brillaron con una idea que podría ser la solución a sus problemas inmediatos.
—Podríamos comenzar con una acción económica. Congelar sus recursos, limitar su acceso a los puertos que conectan con el norte. Si no responden adecuadamente, podemos escalar nuestras acciones. Pero debemos estar preparados para las repercusiones. Las sanciones pueden provocar descontento entre la población, pero si conseguimos un apoyo popular suficiente, podríamos minimizar las consecuencias.
Ethan apretó los puños sobre la mesa, luchando contra las emociones que golpeaban su pecho. El deber le exigía una decisión fría y calculadora, pero sus sentimientos lo arrastraban hacia un camino que, si no era bien manejado, podría ser el principio de una guerra.
—¿Si la diplomacia no puede doblegarlos… entonces qué lo hará? —dijo, con voz endurecida, mientras la decisión de actuar comenzaba a apoderarse de él.
Un pesado silencio se apoderó de la sala, pero Ester, no dispuesta a dejar que la conversación se desmoronara, se arrodilló ante él, demostrando una determinación que sorprendió incluso a los más veteranos del consejo.
—Mi señor, le ruego que me permita la palabra —dijo, mirando a Ethan con una intensidad que rara vez se veía en la corte—. Si los Halcones son un problema, debemos actuar con decisión. El conde es su columna vertebral. Si lo eliminamos, su estructura se derrumbará. Ordene llamar al caballero ejecutor; él puede restaurar la paz sin desgastar nuestras fuerzas.
La sala se sumergió en un pesado silencio ante la propuesta. Aunque el rostro de Ethan permaneció impasible, sus ojos reflejaban el conflicto que lo carcomía por dentro. La sombra de la guerra y el caos se cernía sobre él, pero aún no estaba seguro de qué camino tomar. ¿Eliminar a un hombre por el bien de la nación, era el camino a seguir?
—... —Ethan suspiró, recordando a su difunta hermana Aurora, quien soñaba con convertirse en un caballero ejecutor. Ella, con su idealismo, siempre creyó que la justicia podía ser alcanzada con la fuerza.
Un suspiro salió de sus labios, dejando escapar esa nostalgia que había ocultado, esa parte de él que aún añoraba a su familia.
La tensión pareció aligerarse por un momento, tras ver la sonrisa a medias de un rey, una sonrisa triste, como si la decisión lo estuviera matando por dentro.
Harrison, incapaz de contener su indignación, se levantó de nuevo.
—Mi rey, no escuche a Ester. Es joven e inexperta. Si actuamos precipitadamente contra el conde, no solo perderemos su apoyo, sino que pondremos en peligro la estabilidad del reino. La gente no perdonará un acto tan temerario.
Ethan, al volver en sí, observó a Harrison en silencio, sintiendo el peso de las palabras. Las voces del consejo, aunque válidas, no terminaban de convencerlo. Ester, por su parte, mantenía la mirada firme, como si supiera algo que los demás ignoraban.
—Mi señor, la ceremonia de los fundadores está cerca. Es el momento perfecto para actuar y ganar el favor del pueblo. Los duques se verán obligados a presentarse, y con ellos en la capital. Solo necesitamos un motivo convincente, y el resto será sencillo.
Ethan, aunque no lo mostrara, sentía que el futuro de su reino estaba a punto de ser sellado.
—Confiaré en lo que tengas que decir, Ester —dijo, finalmente.