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Chapter 212 - Capítulo 56: La Forja de Agonía

El despertar fue un estertor ahogado en la garganta, la conciencia retornando como un cuchillo oxidado abriéndose paso entre la carne viva. Alistair yacía sobre la laja fría, la humedad pegándole los harapos oscuros a la piel. Su torso, desnudo, estaba magullado y dolorido, una prueba muda de la caída de anoche. Las cadenas de hierro mordían sus muñecas y tobillos, tensas, inamovibles, recordándole su impotencia absoluta. El aire viciado de la cámara olía a moho, a la desesperación fermentada de incontables víctimas y, más inquietante aún, a una sangre que no era la suya. La luz única y brutal que colgaba del techo lo cegaba a intervalos, una guillotina de luz que danzaba sobre las sombras, ocultando horrores innombrables en cada rincón.

La puerta de metal, un gigante de hierro y óxido, bramó al abrirse, el sonido resonando como un gemido metálico. La figura de Yusuri se recortó contra la penumbra del pasillo. Su rostro anguloso, los ojos carmesí fríos como esquirlas de hielo, no mostraban emoción alguna, solo una eficiencia despiadada. En su mano llevaba un estuche metálico que Alistair reconoció al instante, un escalofrío que no era solo frío, sino pavor, le recorrió la espina dorsal. Era la caja de los tormentos del linaje.

—Alistair. —La voz de Yusuri era un hilo cortante en el silencio de la cámara, más aterradora que cualquier grito abierto—. Madre espera respuestas. No seas necio. Dónde está la niña.

El eco de la pregunta rebotó en los muros de piedra, un eco que parecía burlarse de su voluntad. Alistair escupió un hilo de sangre y bilis. La cabeza le palpitaba como si mil clavos ardientes le taladrasen el cráneo, pero la imagen de Hitomi escapando, la promesa que le había hecho, era un rescoldo de dignidad inquebrantable en la negrura de su tormento.

—Vete al infierno. —La voz de Alistair era ronca, apenas audible, pero su desafío resonó con la fuerza de un juramento.

Yusuri suspiró, un sonido que era una teatralización de paciencia perdida, una promesa de dolor inminente. —Qué lástima. Siempre fuiste más… pragmático, ¿no crees? —Un paso más cerca, la luz reflejándose en el metal frío que sostenía—. Podría haber sido menos… doloroso.

El metal frío del alicate pellizcó la uña del pulgar de Alistair. La presión aumentó, lenta, insoportable, hasta que un chasquido seco anunció el desgarro de la carne. Un grito ahogado y bestial se escapó de los labios de Alistair, un aullido rasgado que llenó la cámara, mientras la uña, arrancada de cuajo, dejaba un lecho sangrante y expuesto. La sangre brotó, cubriendo su dedo en un rojo obsceno. La agonía irradió por todo su brazo, punzante, nauseabunda, casi insoportable.

—¿Ves, Alistair? —la voz de Yusuri, monótona, se alzó por encima de los jadeos de dolor—. Esto es lo que pasa cuando uno olvida su lugar. ¿Dónde está Ama Hitomi? Habla.

Alistair no respondió, su cuerpo convulsionándose. Los gemidos y jadeos desesperados eran su única respuesta.

Yusuri asintió lentamente, como si comprendiera. Luego, las herramientas cambiaron. El látigo delgado y flexible, de cuero trenzado, silbó como una víbora hambrienta en el aire antes de impactar contra su espalda desnuda. El primer golpe abrió un surco incandescente en su piel, un fuego que quemaba hasta los huesos. El segundo y el tercero le arrancaron aullidos estrangulados, su voz ronca por el sufrimiento, mientras la carne desgarrada goteaba sangre sobre la piedra. Cada latigazo era una nueva oleada de fuego, una marca imborrable de su osadía.

—El linaje tiene paciencia infinita para los traidores, Alistair. —Yusuri observaba las heridas con fría fascinación—. Madre no tolera la imperfección. ¿Dónde se esconde?

Alistair solo pudo gemir, su cabeza colgando. La sangre y el sudor se mezclaban, cegándole los ojos.

Las horas se desdibujaron en una pesadilla carmesí de agonía. Dolor físico que borraba todo pensamiento, toda razón, dejando solo la cruda sensación de ser un objeto en un matadero. La pérdida de sus uñas, la carne desgarrada por los latigazos. La deficiencia de oxígeno en la cámara parecía empeorar el sufrimiento, haciéndolo sentir que se ahogaba incluso sin cadenas.

Y entonces, las herramientas cambiaron de nuevo. Un escalpelo afilado. La intención era clara, tan clara como el reflejo de la luz en la hoja. Los dedos.

—Vamos a ser más directos ahora. —dijo Yusuri, su voz desprovista de toda emoción—. Uno por uno. Hasta que tu lengua se suelte o tu cuerpo se rinda. ¿Dónde está Ama Hitomi?

La punta fría del escalpelo tocó la piel de su mano herida. Alistair cerró los ojos con fuerza, preparándose para el peor dolor imaginable, para la mutilación definitiva.

El primer dedo fue cortado. El sonido repugnante del metal seccionando hueso y tendones resonó en la cámara. La sangre brotó en un chorro cálido y viscoso, cubriendo el suelo de piedra. El dolor fue una explosión cegadora en su sistema nervioso, un shock que amenazó con apagar su conciencia. Gritó. Un aullido que ya no parecía humano, un puro lamento de agonía y desesperación que parecía salir de las profundidades de la tierra.

Yusuri no esperó. Metódicamente. Uno tras otro. Los dedos de la mano de Alistair, cercenados, cayeron al suelo con pequeños golpes húmedos y nauseabundos, la carne fresca y el hueso expuesto. La cámara se llenó con el hedor dulzón de la sangre y el hierro, una neblina rojiza que parecía flotar en el aire. Alistair se convulsionaba en la silla, al borde de la locura por el dolor y la pérdida, su cuerpo un amasijo tembloroso de carne y huesos rotos.

—¿El silencio aún te parece valioso, Alistair? —Yusuri preguntó, limpiando la hoja ensangrentada. La frialdad de su voz era casi tan terrible como la tortura—. ¿La lealtad a la niña vale esto?

Alistair no podía responder. Solo podía respirar con dificultad, su boca un rictus de dolor. Su visión se nublaba, pero la imagen de Hitomi, libre, le daba una fuerza de voluntad final.

A pesar de la agonía que lo consumía, algo se encendió en el interior de Alistair. Tal vez Yusuri se descuidó por un instante, satisfecho con el sufrimiento infligido. Tal vez la pura fuerza de voluntad de Alistair encontró una fisura en su estado torturado. O quizás la rabia helada que sentía hacia Yusuri, hacia Madre, hacia todo el linaje, le otorgó una fuerza final, un empuje desesperado por la supervivencia.

Con un rugido gutural, impulsado por la desesperación y una furia que parecía emanar de lo más profundo de su ser, tensó las cadenas con una fuerza que parecía imposible en su estado. El metal gimió, cediendo con un crujido metálico. La piel de sus muñecas se rasgó, la carne viva expuesta, pero logró liberar una mano. Cayó de la silla con un golpe sordo, su cuerpo destrozado impactando contra la piedra fría, un amasijo sangrante de carne mutilada. El dolor fue un latigazo eléctrico que amenazó con apagarlo, pero la necesidad de escapar era una furia mayor, una promesa que no podía romper.

Se levantó, tambaleándose. La vista borrosa por las lágrimas de dolor y la sangre que le goteaba del rostro. Su cuerpo era un lienzo de heridas abiertas, de donde manaba la vida. Yusuri y los guardias presentes fueron tomados por sorpresa ante su repentina revuelta. No tenía armas, solo la furia de un animal acorralado. Sus puños deformes, manchados de sangre y desprovistos de dedos, golpearon con una fuerza inesperada, una ruda brutalidad. Mordió, arañó, embistió con la violencia pura de la desesperación. La cámara de tortura se convirtió en un matadero improvisado, los gritos de sorpresa y dolor de los guardias mezclándose con los jadeos y aullidos de Alistair y el sonido húmedo de la violencia. Dos guardias cayeron, sus cuellos rotos por la fuerza bruta de un hombre al límite, sus vidas extinguidas sin piedad.

Alistair cojeaba hacia la puerta, dejando un rastro de sangre y fragmentos de piel a su paso. Su cuerpo era un mero contenedor de agonía, una tortura andante, pero la visión de la libertad, tenue pero real, lo impulsaba.

Pero no estaba fuera aún. Un guardia solitario, con un arma de energía en mano, emergió de un lateral del corredor. —¡Traidor! ¡Detente! —gritó el guardia. Alistair reaccionó, su cuerpo viejo pero aún ágil moviéndose para esquivar. No fue lo suficientemente rápido. El arma disparó una cuchilla de energía. Golpeó la pierna de Alistair por debajo de la rodilla. La carne se quemó con un silbido, el hueso se astilló con un crujido espantoso y seco. El dolor fue una punzada cegadora, seguida por una sensación de corte brutal y una pérdida repentina de peso. Su pierna, cercenada por la energía, cayó al suelo con un golpe seco y repugnante, salpicando sangre fresca.

Alistair se desplomó, aullando de nuevo, la agonía insuperable, la sangre bombeando del muñón abierto como una fuente de dolor inagotable. Pero incluso mientras caía, su voluntad se mantuvo. Con un último arrebato de fuerza desesperada, se lanzó sobre el guardia que lo había mutilado. Lo agarró, sus manos amputadas aferrándose con la fuerza de la desesperación más pura, y usando su peso y el impulso de la caída, arrastró al guardia hacia el suelo, rompiéndole el cuello con un movimiento brutal y definitivo. El guardia se quedó flácido. Muerto.

Solo. Mutilado. Desangrándose. Pero aún vivo. Alistair intentó levantarse de nuevo, apoyándose en la pared fría, el muñón de su pierna quemando con un dolor que no se comparaba con nada de lo que había experimentado. No podía regenerarse. Esa habilidad era un don raro, una casualidad genética que solo poseían unos pocos Valmorths, quizás el 0.2% de su linaje. Madre y sus hijos más puros la tenían. Él, no. Sus heridas eran permanentes. Su escape sería cojeando, arrastrándose, desangrándose, un horror viviente que no tenía fin.

Aun así, siguió moviéndose. La salida estaba cerca. Podía ver la luz tenue al final del corredor, un faro de esperanza en su pesadilla. Cada movimiento era un tormento, un rastro de sangre oscura en el suelo de piedra. Se arrastró, cojeó, utilizando sus manos mutiladas para apoyarse, impulsándose con la única pierna que le quedaba. Pensó en Ama Hitomi, lejos, quizás libre. Pensó en su profecía sobre el desmoronamiento del linaje. Estaba tan cerca de salir, de vivir para ver ese día.

Casi. A unos pocos metros del final. La luz era más brillante, la promesa de aire fresco, de un mundo sin cadenas. La esperanza, sangrienta y dolorosa, le dio un último impulso, el aliento final para un esfuerzo supremo.

Pero entonces, la oscuridad se movió. De las sombras del corredor, algo surgió. Cadenas. Cadenas de metal oscuro, gruesas, moviéndose con una velocidad sobrenatural. Eran la manifestación del poder de Yusuri, o quizás de otro Valmorth especialista, moviéndose con intencionalidad letal. Las cadenas se lanzaron sobre Alistair, veloces como depredadores, implacables como el destino.

No tuvo tiempo de reaccionar. Sintió el impacto brutal, el sonido ahogado de sus costillas cediendo y de la carne siendo perforada. Las cadenas, afiladas por la energía que las impulsaba, se hundieron en su torso. Perforaron su piel desgarrada, sus costillas rotas, sus órganos internos, emergiendo por su espalda con un estallido de sangre y carne. El dolor fue una explosión final que superó todo lo anterior, una sinfonía de agonía que lo consumió por completo. Se quedó sin aliento, la sangre brotando de sus labios, de las múltiples heridas que ahora cubrían su cuerpo, un grotesco tapiz de sufrimiento.

Se desplomó de rodillas, con las cadenas sobresaliendo de su pecho y espalda, anclándolo al suelo. La luz de la salida parpadeó ante sus ojos que se empañaban. Sangrando, roto, derrotado. Tan cerca. Pero no lo suficiente. Cayó de bruces, el último aliento escapando en un suspiro gorgoteante que se mezcló con el silencio de la piedra.

Alistair Valmorth, de sangre sucia, murió en el frío suelo de piedra, a pocos metros de la libertad, su cuerpo mutilado y atravesado una demostración final de la brutalidad implacable del linaje del que intentó escapar y al que juró ver desmoronarse. Su secreto había muerto con él, o quizás fue extraído de su cuerpo destrozado después. La jaula Valmorth se había cobrado otra vida, asegurando que la "pureza" se mantuviera, un charco de sangre sucia como prueba del costo de desafiarlos.

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