Pasaron unas pocas horas después de que Ama Hitomi se deslizara fuera del complejo Valmorth. Durante ese tiempo, su ausencia no fue notada de inmediato en la vasta y laberíntica mansión.
La noche avanzó en silencio y la falsa tranquilidad se mantuvo... hasta que el delicado equilibrio se rompió.
La noticia de que Ama Hitomi no estaba donde debía estar se extendió como un virus por los pasillos del complejo, ascendiendo rápidamente hasta llegar a los más altos cargos del linaje.
El lugar, habitualmente un modelo de orden frío y controlado, se llenó de una tensión repentina: movimientos apresurados, murmuros entre sirvientes y una alarma contenida.
La jaula dorada se había agitado.
La tormenta estalló en la estancia de la Matriarca. Al enterarse de que su hija, su heredera de sangre pura, no estaba bajo su control, su calma helada se quebró. No gritó, pero su presencia se volvió aún más aterradora. Su mirada carmesí ardía con una ira silenciosa.
—¡Encuentren a Alistair! —ordenó con una voz baja pero letal—. Tráiganmelo ahora mismo.
Alistair era el mayordomo principal, el más cercano a los Valmorth. Si alguien había ayudado a escapar a Hitomi, tenía que ser él.
De inmediato, equipos de seguridad comenzaron a buscarlo, recorriendo pasillos, puertas, habitaciones. Nadie sabía aún que él también estaba preparando su fuga.
Mientras tanto, Alistair se encontraba en sus aposentos. Su maleta casi lista: documentos falsos, dinero, un par de recuerdos. Había dejado de fingir, ya no era un simple mayordomo.
Su rostro, sin su máscara habitual, mostraba cansancio y una decisión que no admitía vuelta atrás.
Estaba a punto de irse cuando alguien llamó a su puerta. Era un golpe nervioso, extraño. No era el estilo del servicio. Su instinto le advirtió del peligro, pero ya era tarde. La puerta se abrió.
Una joven sirvienta entró apresurada. Su rostro estaba pálido, los ojos llenos de algo que parecía preocupación.
—¡Señor Alistair! La Ama Hitomi… ha desaparecido. La Matriarca está furiosa. Lo buscan…
Al hablar, su mirada cayó sobre la maleta abierta, los documentos, el pasaporte. Todo quedó expuesto. Su rostro cambió de alarma a sorpresa.
—¿A dónde va? —preguntó, temblando.
Alistair sabía que no tenía tiempo. Tomó una decisión peligrosa: confiar. Quizá esta chica, que había visto los horrores del linaje, entendería. Quizá no todos eran leales por convicción.
—Me voy —respondió, serio—. Escapo, como lo hizo la Ama Hitomi. De este lugar.
La sirvienta lo miró, parecía dudar. Luego asintió.
—Entiendo… es muy peligroso, pero lo entiendo —dijo, retrocediendo hacia la puerta.
Parecía darle espacio, pero entonces, sacó un comunicador oculto y su voz cambió. Fría, letal, sin emociones.
—Lo tengo, el traidor. Está en sus aposentos.
El corazón de Alistair se hundió. Había caído en la trampa. La chica no era aliada, era otra pieza más del sistema que él quería destruir. Antes de que pudiera reaccionar, tres guardias irrumpieron en la habitación.
Fueron rápidos. Dos lo sujetaron con fuerza. El tercero lo golpeó con precisión en la nuca. Todo se volvió negro.
Su cuerpo cayó. La maleta se abrió. Su plan, su venganza, todo… se había derrumbado. Había sido traicionado por alguien en quien creyó ver humanidad. Mientras él pensaba en liberar, otros solo pensaban en servir.
La sirvienta lo observó en silencio, sin emoción. Alistair había osado desafiar a la Matriarca. Y en el mundo de los Valmorth, eso siempre se pagaba caro.