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Chapter 209 - Capítulo 53: La Fragilidad de la Vida

El llamado de la Matriarca llegó, implacable como siempre. Alistair recibió la orden a través de una sirvienta de menor rango, su rostro impasible, su postura de servicio inquebrantable. Por dentro, sin embargo, un nudo de acero se formó en su estómago. Hacía apenas unas horas había sellado un pacto peligroso con la Ama Hitomi, un juramento silencioso para traicionar al linaje que servía y ayudarla a escapar. Ahora, la Matriarca lo convocaba. El timing era una crueldad del destino, o tal vez, una señal de que la intuición de la Matriarca era tan formidable como su poder.

No solo era el respeto forzado y el temor ancestral que siempre lo acompañaban. Ahora, cada paso resonaba con el riesgo de su secreto recién forjado, el peso de la promesa hecha a la Ama Hitomi. Caminó con su eficiencia habitual, pero sus sentidos estaban hiperalertas, notando cada sombra, cada sonido. La entrada a la estancia de la Matriarca era el umbral de un peligro inmenso.

La señora Valmorth estaba sentada en su sillón de obsidiana, una figura pequeña pero que irradiaba una potencia que llenaba la vasta habitación. Hitomi no estaba presente, lo que confirmó a Alistair que esta era una audiencia directa con él, no una continuación de las escenas familiares. La atmósfera era de calma inmutable, una quietud que a Alistair, sabiendo lo que había debajo, le resultaba más aterradora que cualquier tormenta. Avanzó, deteniéndose a la distancia apropiada, inclinando la cabeza en señal de respeto.

— Señora Valmorth. —Su voz era formal, controlada, el tono de un mayordomo impecable.

—Alistair. —La voz de la Matriarca era suave, un arrullo peligroso que no invitaba a la familiaridad, sino que exigía deferencia total. Sus ojos carmesí se fijaron en él, y por un instante fugaz, Alistair sintió que su mirada penetraba su fachada, que sabía de su pacto secreto. Supo al instante que no era así; era solo el terror proyectado por su propia culpa y el poder inmenso de ella. —Gracias por venir tan rápido.

—Siempre a su servicio, Ama. —La respuesta fue automática, la vida entera de Alistair resumida en esas palabras.

La Madre se reclinó, su postura relajada, una contradicción escalofriante con la intensidad de su aura. —Es sobre Hitomi.

El corazón de Alistair dio un vuelco, pero su rostro no mostró nada. —¿Ama Hitomi, señora Valmorth?

—Sí. —Un leve suspiro, que sonó más a molestia que a cansancio. —Ha estado… un poco retraída últimamente. Comprensible, quizás. Pero no quiero que se hunda en la melancolía. Necesita estar… lista.

"Lista" para la jaula, pensó Alistair con amargura silenciosa.

—Quiero que la vigiles de cerca, Alistair. —La orden llegó, casual, colocando a Alistair en una posición peligrosamente cercana a su objetivo. —Asegúrate de que cumpla con sus rutinas. Y… sácala a pasear de vez en cuando. Que tome el aire. Que vea el mundo exterior.

Una orden que, irónicamente, ofrecía una oportunidad para el plan de escape. Alistair mantuvo su compostura, asintiendo levemente. —Será hecho, Ama. Cuidaré del Ama Hitomi.

Justo en ese momento, como si el destino tuviera un sentido del humor retorcido, la puerta de la estancia se abrió suavemente. Una sirvienta joven, de rostro nervioso, entró llevando una bandeja de plata con una tetera ornamentada y tazas de porcelana fina. Iba descalza, como todo el servicio dentro de las áreas privadas de la Matriarca, sus pasos casi inaudibles sobre el mármol oscuro. Otras dos sirvientas la siguieron, sus presencias apenas perceptibles.

La sirvienta principal se acercó a la mesa baja frente a la Matriarca, sus manos temblaban ligeramente bajo el peso de la bandeja y la inmensidad de la presencia a la que servía. Y entonces, sucedió.

Quizás tropezó con una irregularidad imperceptible en el mármol, quizás sus nervios la traicionaron por completo. Dio un paso en falso. La bandeja se inclinó violentamente. La tetera se deslizó. Té caliente, un chorro oscuro y humeante, se derramó directamente sobre la delicada tela oscura que cubría las rodillas de la Matriarca.

El tiempo pareció detenerse. El goteo del té resonó en el silencio repentino. La sirvienta palideció, sus ojos se abrieron en pánico, un pequeño sonido de terror escapó de sus labios. Las otras sirvientas se inmovilizaron, sus caras se volvieron cenicientas. Alistair, a pesar de su autocontrol férreo, sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal.

La señora Valmorth miró la mancha oscura y húmeda que se extendía por su vestido. No gritó. No se enfureció visiblemente de inmediato. Simplemente… se detuvo. Sus ojos carmesí, un instante antes calmados, se centraron en la sirvienta con una intensidad fría y letal que hizo que el aire se volviera asfixiante.

—Torpe. —Su voz era un susurro, desprovisto de emoción, más aterrador que cualquier alarido de rabia.

La sirvienta intentó articular una disculpa, con los ojos llenos de lágrimas, pero no pudo. Una fuerza invisible, palpable en la habitación, se cerró alrededor de su garganta. Su rostro se puso azul. Sus manos subieron instintivamente para aferrarse a su cuello, luchando por respirar contra una presión que no estaba allí, pero que era terriblemente real. Se tambaleó hacia atrás, sus pies raspando en el mármol pulido. Los sonidos de su asfixia —jadeos ahogados, un silbido desesperado por aire— llenaron la habitación, horribles en la quietud circundante.

Las otras sirvientas observaron, aterrorizadas, incapaces de moverse, sus ojos fijos en la agonía de su compañera, en la figura serena de la Matriarca. Alistair, su rostro una máscara de formalidad, sintió la bilis subir por su garganta, la rabia y el asco ardiendo en su interior, un infierno silencioso. Vio la vida ser exprimida del cuerpo tembloroso de la sirvienta por la simple irritación de una mancha en un vestido. Vio la casualidad de la crueldad, la facilidad con la que se arrebataba una vida.

La sirvienta convulsionó una última vez, los ojos desorbitados por el terror y la falta de oxígeno. Luego, su cuerpo se desplomó en el suelo con un golpe seco, inerte. Muerta. Silencio.

La señora Valmorth observó el cuerpo sin vida a sus pies por un instante más, sus ojos inexpresivos. Luego, como si nada fuera, su mirada volvió a las otras sirvientas, que temblaban incontrolablemente.

—Límpienlo. —Su voz era tranquila de nuevo, la suavidad de antes, pero con una frialdad gélida—. Y el desorden. Rápido.

Dio un leve gesto con una mano delicada, un movimiento de puro desinterés. Las sirvientas restantes se movieron con una velocidad frenética, el terror impulsando sus acciones, arrodillándose para empezar a limpiar el té derramado y, sobre todo, para retirar el cuerpo inerte de su compañera antes de que la Matriarca cambiara de opinión o se irritara de nuevo.

Alistair se mantuvo en su lugar, su postura inalterable. La escena había sido brutal en su casualidad. Un recordatorio horrendo del verdadero peligro de la mujer a la que servía, del precio de la más mínima imperfección a su alrededor. La vida de una sirvienta, extinguida por una mancha de té. La crueldad no era un rasgo; era una función inherente de su existencia, tan natural como respirar.

La Matriarca desvió su atención de la sirvientas y el cuerpo que retiraban. Sus ojos carmesí se posaron en Alistair de nuevo. —Asegúrate de que todo esté en orden, Alistair. —Su voz era final, despidiéndolo.

—Sí, mi Ama. —respondió Alistair, una reverencia leve, su rostro aún una máscara impasible.

Salió de la estancia de la Matriarca, dejando atrás el olor a té derramado, el rastro de la muerte y el eco del horror. Caminó por los pasillos silenciosos del complejo Valmorth, la imagen de la sirvienta asfixiándose grabada a fuego en su mente. La casualidad de esa muerte, la banalidad de la razón, la frialdad de la Matriarca… confirmó todo lo que había dicho a Hitomi. Esta familia debía desmoronarse. Y él haría todo lo posible para que sucediera. La orden de vigilar a Hitomi y sacarla a pasear, antes una tarea tensa, ahora era una necesidad vital. Una oportunidad forjada en la muerte sin sentido de una inocente. La tristeza por la vida arrebatada se mezclaba con una resolución de acero. La fuga era la única respuesta. Y el tiempo, y la crueldad de la Matriarca, corrían en su contra.

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