Lysara no caminaba: flotaba.
No por magia.
No por ilusión.
Sino porque su presencia parecía no pertenecer por completo a este plano.
En la cima del Santuario de las Estrellas, donde las esferas flotantes del sistema gravitaban entre columnas encantadas, Lysara contemplaba la danza celeste. Su vestido, hecho de filamentos de luz lunar, ondeaba sin viento. Su cabello, tan blanco que casi dolía mirarlo, fluía con ritmo propio.
Los rituales de los días anteriores habían desequilibrado las líneas del destino. Ella lo sentía en los hilos del mundo.
Dominic había sellado su lazo con Evelyn.
Después, con Seraphyne.
Y anoche... con Aria.
Tres fragmentos de la mujer original... unidos una vez más.
Faltaba uno.
Ella.
Lysara.
Pero su papel era otro. O al menos eso creía. Hasta esa noche.
—Estás muy lejos, incluso estando aquí.
La voz no la sorprendió. Dominic emergía de la escalinata, cansado, pero no abatido. Su mirada era diferente. Había perdido algo de la inocencia con la que llegó a este mundo.
Y eso... la hizo sonreír apenas.
—¿Estás aquí por deber... o por deseo?
—Estoy aquí por verdad —respondió él sin dudar.
Eso le arrancó un gesto leve, casi nostálgico.
—He esperado mucho tiempo este momento. Más que cualquiera. Y aun así... soy la que más ha tardado en permitirlo.
—¿Por qué? —preguntó Dominic, acercándose.
—Porque fui la que más recordó.
Él frunció el ceño. Ella extendió una mano, y un círculo de visión ancestral apareció entre los cristales del santuario. En él, Dominic vio un recuerdo lejano: una mujer de luz... una sola, completa, con los ojos de Evelyn, la fuerza de Seraphyne, la ternura de Aria...
… y la esencia de Lysara.
—Esa era ella... la mujer original —murmuró Dominic.
Lysara asintió.
—Y cuando fue fragmentada, cada parte se llevó algo esencial. Pero yo... yo me llevé el recuerdo. El dolor del rompimiento. La carga del propósito. Por eso, siempre fui la más distante. No porque no amara... sino porque recordaba el final.
Dominic se acercó más.
—¿Y si esta vez no hay final?
—¿Y si esta vez… sí lo hay, pero lo enfrentamos juntos? —respondió ella, con lágrimas en los ojos por primera vez.
Dominic la abrazó.
No como un hombre toma a una mujer. Sino como un alma abraza a su espejo.
Y en ese instante, las estrellas del santuario giraron más rápido. El sistema reconocía la fusión.
Cuando sus labios se unieron, el tiempo se detuvo.
El beso no fue físico: fue espiritual.
Y cuando finalmente descendieron al lecho flotante del santuario, su unión no fue de carne… fue de energía.
Sus cuerpos se encontraron, sí. Pero fue su esencia la que vibró en sincronía. Los cristales estallaban en luz dorada, y la magia del mundo respiraba con ellos.
—No soy pasión —susurró Lysara mientras sus cuerpos se unían en un vaivén que parecía propio del cosmos—. Soy eternidad.
—Y yo… —dijo Dominic, jadeando contra su cuello— …quiero perderme en ella.
Sus movimientos eran suaves, eternos, como si danzaran en un vals infinito de placer y significado. Las palabras fueron reemplazadas por suspiros, las caricias se convirtieron en oración. No era sexo. Era unión.
Y cuando llegaron al clímax, la bóveda celeste del santuario brilló como un nuevo amanecer.
Después, en silencio, Dominic le acarició la mejilla. Lysara lo miró con una serenidad que parecía venir del inicio de los tiempos.
—Ahora los fragmentos están completos —dijo ella—. Ahora, la mujer original vuelve a latir dentro de nosotras.
—¿Y tú, Lysara? ¿Quién eres ahora?
Ella sonrió.
—Ya no soy solo el eco. Ahora… soy canción.