Aria siempre había sido un susurro entre gritos.
Una melodía escondida entre los estallidos de magia y espada. Mientras Evelyn ardía y Seraphyne rugía, Aria flotaba. Y no por debilidad, sino porque sentía demasiado. Demasiado profundo. Demasiado silencioso.
Por eso nadie la oía.
Por eso nadie la elegía primero.
Esa noche, tras la consumación de la unión de Seraphyne y Dominic, Aria permanecía en la biblioteca antigua, sentada en el alféizar de una ventana iluminada por lunas dobles. Un libro de himnos encantados reposaba abierto en su regazo, pero no lo leía.
No podía.
El sistema la había diseñado para comprender el alma. Para percibir la tristeza ajena... pero no para defenderse de la suya.
Y ahora... dolía.
No por celos. Sino por temor al olvido.
¿Qué lugar ocupaba ella, si las otras ya habían sellado sus lazos con Dominic?
¿Era una pieza menor?
¿Una nota sin compás?
—Sabía que te encontraría aquí.
La voz la hizo girar. Dominic.
—¿Vienes a llenar el álbum de consortes? —preguntó con una sonrisa suave, pero con un filo apenas perceptible.
Dominic se detuvo en seco.
—No. Vengo a buscar una canción que no puedo dejar de oír... aunque nunca ha sido cantada.
Aria cerró el libro con delicadeza.
—Siempre hablas como si entendieras todo.
—No —admitió él, acercándose lentamente—. Pero sé lo que siento. Y contigo... es distinto.
—¿Distinto cómo?
—Cuando estoy contigo, Aria, siento como si me estuvieras leyendo, incluso cuando no digo una palabra. Como si tu alma se conectara a la mía y supiera todo lo que temo, todo lo que escondo... y aun así me abrazarás con la mirada.
Ella bajó la vista.
—¿Y eso no te asusta?
—No. Me asusta más que dejes de mirarme así.
El silencio se volvió denso. Cálido.
Aria se levantó. Caminó hacia él, sus pasos silenciosos como el recuerdo de una melodía lejana. Lo miró. No como las otras. No con pasión inmediata o deseo contenido. Lo miró como quien ha amado durante años... en secreto.
—¿Sabes por qué nunca me acerqué antes? —susurró—. Porque sentí que si lo hacía, te inundaría. Porque el amor que guardo no es fuego ni trueno… es océano.
Dominic tragó saliva.
—Entonces déjame ahogarme.
Ella tembló.
Y lo besó.
Fue distinto.
No hubo arrebato. No hubo urgencia.
Solo una ternura abrasadora. Una necesidad de tocar no solo la piel, sino las grietas del alma. Aria lo llevó de la mano a su cámara personal, un espacio lleno de luz suave, de instrumentos encantados que vibraban con la emoción.
Cuando se desvistieron, fue como si estuvieran quitándose capas de soledad.
Y cuando se unieron, fue como si dos notas largamente separadas por fin encontraran su acorde.
Ella lloró.
Él también.
No de dolor. Sino de reconocimiento.
Y entre caricias y suspiros, Aria susurró:
—Nunca supe si podía ser parte de este mundo. Siempre me sentí como una nota escrita en otro idioma.
Dominic la abrazó, su frente contra la de ella.
—Entonces déjame traducirte… cada noche.
Durmieron envueltos uno en otro, como cuerdas entrelazadas de un mismo instrumento.
Y cuando Aria soñó, ya no era una canción solitaria… sino un dueto eterno.