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Chapter 4 - 4) Nuevos y viejos problemas

La casa era pequeña, la cama dura, pero en ese momento era justo lo que Miquella necesitaba: un lugar seguro donde descansar. Estaba agotado en todos los sentidos: física, mental y espiritualmente.

Tendido en la cama, levantó su brazo izquierdo con dificultad. Apenas podía sostenerlo en el aire; seguía débil e insensible, aunque al menos ya no sentía que estaba muerto. Lo observó en silencio, pero su atención pronto se desvió al anillo en su dedo.

Se quedó mirándolo con una mezcla de intriga y sospecha. Desde que llegó aquí, todas las sensaciones extrañas, los episodios de agotamiento repentino y esa fuerza que parecía consumirlo tenían algo en común: el anillo. La lengua de fuego que había invocado no hizo más que confirmar sus sospechas.

Le gustaría llamarlo magia, pero no se sentía como tal. No era un hechizo, sino algo más instintivo, primitivo y emocional. No tenía control sobre ello, al menos no todavía.

Su habilidad para comprender y hablar el idioma de este mundo también parecía venir del anillo. Era un objeto misterioso, frustrante en su naturaleza esquiva. Cuanto más intentaba comprenderlo, más inalcanzables parecían sus secretos.

Intentó quitárselo, pero pronto comprendió que la fuerza física no era el problema. No importaba cuánto lo intentara, el anillo no se movería sin una voluntad firme de quitarselo. Del mismo modo, para que permaneciera fuera su dedo, debía desearlo con constante intensidad o este se desvaneceria para volver a su mano. Parecía existir y no al mismo tiempo, como si no tuviera una verdadera presencia física, ni emanara energía o rastro alguno que pudiera analizar.

Había tanto que quería probar, tanto que deseaba descubrir. Si el anillo realmente le concedía la capacidad de comprender idiomas y desatar llamas, ¿qué más podría hacer? Pero sabía que cada uso tenía un precio. Lo había aprendido por las malas: el anillo lo consumía a sí mismo con cada acción que realizaba. Y en este momento, apenas podía mantenerse en pie.

Todo tendría que esperar.

El sueño lo venció antes de que pudiera seguir reflexionando. Sus ojos se cerraron contra su voluntad, sumiéndolo una vez más en la inconsciencia.

...

Mientras dormía, alguien se acercó.

La mujer que lo había sacado del río se acostó junto a él, rodeándolo con sus brazos. Lo observó en silencio, hipnotizada por su belleza.

...

A la mañana siguiente, Miquella fue despertado por el aroma de comida caliente. Abrió los ojos con pesadez y vio a la mujer frente a él, ofreciéndole un cuenco con leche y algún tipo de avena. No rechazó la amabilidad. No podía permitírselo. Se sentía mejor que la noche anterior, pero su cuerpo exigía compensación, necesitaba nutrirse.

Comió y bebió en silencio, bajo la atenta mirada de la mujer, que parecía disfrutar viéndolo alimentarse. Miquella lo notó, pero no mostró ninguna emoción más allá de un leve gesto de agradecimiento.

Ella lo trataba como a un niño. Y, físicamente, quizá lo parecía. No tenía intención de corregirla por el momento. En este mundo desconocido, necesitaba aprovechar cualquier ventaja que tuviera para sobrevivir.

Conversaron un rato. La mujer quería saber sobre él: su origen, su hogar, su familia… pero ninguna respuesta que podía darle era bonita. Sin embargo, lejos de desanimarla, sus palabras parecían hacer mas bien lo contrario.

Por su parte, Miquella quería saber más sobre este mundo. La mujer no era culta, pero algo de información podía obtener.

Le habló de su ubicación: no estaban lejos del Camino del Este. El río en el que había caído era el Hoarwell y descubrió el bosque en el que despertó, Trollshaws.

Nada de eso le sonaba familiar. No sabía dónde estaba ni en qué época. ¿Era un mundo nuevo? ¿Era la Tierra en el pasado?

Pero entonces, entre los nombres que mencionó, hubo uno que le pareció vagamente conocido: "Rhudaur". No podía recordar de dónde o cuándo lo había escuchado, pero despertó una sensación en su interior.

Otro nombre le resultó familiar: "las Montañas Nubladas". Sin embargo, era un término demasiado genérico como para discernir si lo recordaba realmente o si solo era una coincidencia.

Miquella apretó los labios en silencio. Había mucho por descubrir… y demasiadas preguntas sin respuesta.

La mujer, llamada Brea, le ofreció a Miquella quedarse en su casa sin dudarlo, asegurándole que no debía preocuparse por nada, que ella lo cuidaría.

Miquella terminó aceptando. No estaba en condiciones de vagar solo por el mundo, no con su cuerpo aún débil y su brazo funcionando apenas a un cuarto de su capacidad.

La vida de los plebeyos era simple, pero dura. Brea se ganaba el sustento lavando y cosiendo ropa para otros. Cuando lo encontró en el río, estaba allí porque había aceptado trabajo extra para ahorrar con algún propósito especial. Sin embargo, con la llegada de Miquella, esos gastos desaparecieron… o mejor dicho, cambiaron de rumbo.

Desde su rincón, él la observaba trabajar: hilar, tejer, cargar ropa hasta el río varias veces al día. Le resultaba fascinante lo que la gente hacía para sobrevivir. Él mismo como Miquella había pasado por dificultades, pero de otro tipo, y aunque había visto el mundo en su faceta más cruel, todavía había cosas que le resultaban ajenas. Como joven en la Tierra, había vivido en una época moderna donde muchas incomodidades habían sido eliminadas, pero aquí, reducido a nada más que un niño perdido, estaba descubriendo una realidad cruda, diferente… casi primitiva.

Uno pensaría que Brea se molestaría por tener que alimentar una boca más, un desconocido además, pero parecía ser todo lo contrario. Se deleitaba con su presencia. Verlo observar su trabajo la llenaba de emoción; tenerlo sentado a su lado, que la siguiera hasta el río, que le hiciera preguntas… todo eso le traía una felicidad inesperada para el empireo.

Ella trabajaba, cocinaba y mantenía la casa, y a diferencia del posadero, no quería que Miquella hiciera nada. Él notaba la diferencia y se preguntaba cuán distinto podía ser el trato de una persona a otra. No se quejaba. A fin de cuentas, este respiro le permitía centrarse en entenderse a sí mismo… y al enigmático anillo en su dedo.

Así pasó su primer día en casa de Brea, y la noche terminó como la anterior: con ambos compartiendo la misma cama. Esta vez, Miquella era consciente de ello. Notó cómo al acostarse, Brea dudó al principio, pero poco a poco fue acercándose, tanteando los límites de su cercanía hasta poder abrazarlo, al ver que él no mostraba resistencia.

A la mañana siguiente, mientras intentaba desenredar su largo cabello dorado, Brea frunció el ceño. La suciedad acumulada lo volvía un desafío, así que sugirió que se bañara.

Miquella no vio problema en ello y aceptó.

Brea se mostró muy considerada al calentar el agua para él, aunque de vez en cuando parecía temblar mientras avivaba el fuego. Cuando el baño estuvo listo, lo ayudó a desvestirse, aunque con solo una prenda encima, no era tarea complicada.

Sin embargo, ella no tenía intención de dejar que se bañara solo.

Con delicadeza, vertió el agua caliente sobre su cuerpo, lavándolo con esmero. No tenía muchos productos de limpieza, pero los pocos que tenía estaban destinados a él ahora.

Miquella se quedó quieto, aturdido por la sensación de aquellas manos recorriendo su piel. Desde que había llegado a esta casa, sentía que no se le permitía hacer nada por sí mismo, pero no protestó. Dependía de ella para sobrevivir.

Brea lavó sus hombros, su espalda, su cabello, sus brazos, su torso… cada parte de su cuerpo como si fuera una figura de porcelana. Su respiración se volvía más agitada a medida que se acercaba más a él, hasta que sus manos descendieron a donde no debían.

Miquella sintió el estremecimiento de Brea en su espalda. El suyo fue menor en comparación.

El aliento de la mujer le rozó el cuello cuando, atrapada en la sensación de lo que tocaba, susurró con voz temblorosa:

"Te vas a quedar siempre con mamá… ¿verdad?" Sus manos se movían de una manera que ya no podía disfrazarse como un simple baño.

Miquella no respondió, simplemente se quedó allí, inmóvil, sintiendo cómo esas manos recorrían su cuerpo. No hubo ninguna reacción en su parte inferior, lo cual era de esperarse; su cuerpo infantil no era capaz de más. Pero eso no pareció disminuir el fervor de la mujer detrás de él.

"¿Te quedarás con mamá? Mamá te cuidará bien..." susurró entrecortadamente, como si cada palabra le costara salir entre su agitada respiración.

Brea estaba atrapada en un torbellino de emociones. Toda su vida había ocultado deseos inconfesables, conscientes de que eran inaceptables para alguien como ella: una simple plebeya sin importancia. Había estado ahorrando durante meses para visitar aquella taberna de la que se rumoraba que tenía a un niño elfo como atracción, con la esperanza de verlo, tal vez tocarlo... pero nunca imaginó que su propio ángel vendría a ella.

Un niño hermoso... Puro... Solo para ella... para que le diera su pureza a su mami...

Pero sabía que no podía precipitarse. Si hacía demasiado, podría perderlo. Y eso no era una opción. Tomó una respiración profunda, tratando de calmar su agitación, y continuó con el baño, aunque con más contacto del necesario.

Cuando terminó, observó a Miquella con atención. No mostró ninguna reacción de agrado ni desagrado. No se resistió. No dijo nada. Y eso la hizo feliz. Quizás, con el tiempo, podría llegar más lejos...

El resto del día transcurrió en un extraño silencio. No hubo palabras sobre lo ocurrido. No hubo preguntas ni reproches. Brea no presionó, y Miquella no se quejó. Cuando llegó la noche, volvieron a compartir la cama, y esta vez, con más confianza, la mujer descansó con su mano sobre las joyas de Miquella, como si lo reclamara para sí.

...

A la mañana siguiente, Miquella salió temprano de la casa mientras Brea aún dormía. Ella se había quedado despierta hasta tarde, disfrutando el tacto de su mano. Su estado había mejorado considerablemente, aunque su brazo seguía teniendo problemas.

No planeaba huir, no todavía. Solo quería pasear, probar e investigar un poco más. Había hecho algunas pruebas en la casa, pero necesitaba un lugar apartado, alejado de todo, para poder concentrarse y realizar experimentos más "peligrosos". Necesitaba descubrir cómo recuperar al menos una pizca de su antiguo poder, o cómo usar el anillo, si es que era capaz de hacerlo. A pesar de los riesgos, este era el mejor método que tenía.

Planeaba probar algo simple, algo que pudiera debilitarlo como antes, pero sin llegar demasiado lejos. Pensaba recuperarse durante su tiempo con Brea. Lo que pudiera hacerle no sería agradable, pero al menos estaría seguro hasta encontrar una solución a sus problemas. Un precio que quizás tendría que pagar ahora para asegurar un futuro mejor.

Eso era lo que pensaba él. Pero las cosas no siempre salen como uno espera.

Mientras caminaba hacia el río, algo lo golpeó con fuerza en el rostro, derribándolo al suelo.

Aturdido, Miquella no supo qué había pasado ni qué lo había golpeado. Antes de que pudiera reaccionar, unas manos lo sujetaron de los brazos y lo arrastraron hacia el bosque.

Desorientado, apenas podía discernir lo que ocurría. Pero cuando sus captores se detuvieron, su visión se aclaró lo suficiente para ver a un grupo de hombres. Algunos estaban heridos y vendados, todos lo miraban con odio asesino.

"Aquí estás, puta. Te voy a cortar las pelotas y me haré un collar con ellas"gruñó un hombre calvo con media cara quemada y vendada.

Los demás estaban igual de enfurecidos. Eran aquellos salvajes que lo habían atacado en la taberna y ahora buscaban venganza. Pero no una venganza lenta.

Miquella, de rodillas en el suelo y con los brazos sujetos, vio cómo el líder se colocaba frente a él y le propinaba un puñetazo en la cara. Desgraciadamente, el golpe dio justo en la zona donde había recibido el impacto anterior.

"Te haré gritar"escupió el hombre, agarrándole el cabello con una mano mientras con la otra se bajaba los pantalones. "Traga, perra..."

Miquella solo pudo escuchar esas palabras mientras intentaba resistirse al tirón de su cabeza, alejándose de la cosa horrible que se cernía ante sus ojos.

Entonces, un grito desgarrador resonó en sus oídos.

De repente, la fuerza que lo sujetaba se desvaneció, y algo cayó frente a él. Pero en lugar de mirar hacia abajo, alzó la vista y vio al hombre que iba a agredirlo... sin cabeza.

Todos quedaron congelados.

Detrás del cadáver decapitado, una figura se alzaba. Vestía una armadura y un manto blanco. En su mano, una espada aún goteaba sangre.

El cuerpo sin vida cayó al suelo, y el caballero lanzó un grito de batalla femenino mientras se lanzaba sobre los demás hombres.

"¡¡¡ESCORIA INMUNDA!!!" rugió con una furia que heló la sangre de los salvajes.

Su espada se movió más rápido que sus palabras. Antes de que alguien pudiera reaccionar, el brazo de uno de los hombres que sostenía a Miquella fue cercenado. En un movimiento aún más veloz, la espada bastarda atravesó el torso desnudo del otro captor.

"¡¡¡CÓMO SE ATREVEN A TOCARLO!!!" bramó, pateando con su bota de metal al hombre que gritaba por la pérdida de su brazo. Su voz era pura ira desatada. "¡¡¡MORID!!!"

Con una rabia feroz, la caballero se lanzó al combate contra el resto de los hombres, que apenas tuvieron tiempo de sacar sus armas para defenderse. Armados con dagas y hachas, intentaron resistir, pero el miedo se reflejaba en sus ojos.

La figura frente a ellos emanaba un aura asesina y majestuosa. No era un guerrero común. Era un azote implacable.

El caballero se movía con una ligereza imposible para alguien con armadura. Blandía su espada como si no tuviera peso, dibujando arcos letales que cortaban y perforaban carne con aterradora precisión. La muerte danzaba con él en un torbellino de sangre y gritos agonizantes.

El sonido del metal desgarrando la carne se prolongó, implacable, pero duró tan poco que Miquella seguía arrodillado en el suelo cuando todo terminó.

Desvió la mirada hacia el caballero que lo había salvado. Reconoció sus ropas al instante.

Pero el guerrero no se veía bien.

Acababa de extraer su espada del último sobreviviente, que yacía agonizante en el suelo. Sin embargo, su postura se tambaleó peligrosamente. A pesar del casco que cubría su rostro, su respiración entrecortada era evidente.

Dio un par de pasos vacilantes antes de desplomarse en el suelo, sin fuerzas.

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