Cherreads

Chapter 5 - Golpe Fatal al 100%

Unos molestos *bip, bip, bip* resonaron en mi cabeza, como un taladro queriendo perforar mis últimos vestigios de paz.

—¡SILENCIO, MI AMOR! —proclamé con voz solemne, como si fuera el mismísimo rey de todo lo existente dictando su voluntad.

Por supuesto, mi grito no tuvo el efecto esperado.

El sonido continuó, acompañado de una voz alegre y, para mi desgracia, imposible de ignorar:

—¡Nuevo día, nuevo yo y nueva misión!

Cerré los ojos, presionando dos dedos contra mis labios en un gesto dramático.

—Shhh... Silencio... y escucha —murmuré, intentando imponer un ambiente de misterio.

La molesta presencia en mi mente guardó silencio, aunque sentí claramente cómo se tragaba las palabras que seguramente me habrían sacado de quicio. Ese simple acto ya era una pequeña victoria.

Sonreí, marcado por la inspiración divina. Golpeé el suelo suavemente con el pie derecho, marcando el ritmo. Moví mis brazos como si una pareja invisible me acompañara en un sensual vals. Mis caderas... ¡por Dios, mis caderas se movían como si el mismo Olimpo me hubiera enseñado sus secretos!

Un suspiro resignado flotó en el aire:

—Yuzato, no hay tiempo para tus...

No lo dejé terminar. Con un chasquido elegante de mis dedos, reforcé el compás que mi alma sentía. Me incliné hacia adelante, y en un susurro cargado de un sex appeal que sólo podía rivalizar con los mejores actores de novelas románticas, murmuré:

—Aquí es cuando te sorprendes... Ha llegado la hora...

Me dejé llevar por la brisa imaginaria, como si el mismo viento se convirtiera en la melodía que acariciaba mi gran entrada.

—...de Yuzato.

Un lamento amargado resonó en mi mente, cargado de una vergüenza tan densa que casi podía verla flotando:

—Ay Dios... —pensó la voz—. Si tuviera manos, me habría golpeado la cara de vergüenza hace rato...

Extendí mis brazos como si estuviera señalando a un público invisible, uno tan vasto que podría llenar todo el horizonte. Mis piernas, obedientes al fuego que corría por mis venas, hacían sacudir mis pies, cuyos destellos bajo la luz del sol eran un espectáculo digno de un dios del escenario.

Mi mano derecha, siempre tan fiel compañera, trazó un recorrido elegante sobre mi cabeza, como si la línea de un sombrero imaginario marcara el destino mismo del mundo. Mientras tanto, mi mano izquierda ascendió hasta la altura de mi cuello, acompañándome con la gracia de un bailarín celestial. Mis piernas se cruzaron, y mi postura adoptó una perfección que generaría envidia hasta en las estatuas más esculpidas.

—El momento... del ritmo —proclamé, dejando que la grandeza de mis palabras se derramara como miel sobre la atmósfera—. ¿Escuchas ese sonido? ¿El sonido del público? ¿No?

Sin perder un segundo, moví mis manos de arriba a abajo, sin una sincronía definida, pero logrando que cada roce entre mis dedos generara un sonido claro, un aplauso creciente que marcaba el latido de mi alma.

—Ja —reí, girando media vuelta mientras mi torso seguía el movimiento, buscando con la mirada un lugar donde, en mi mente, todos estaban atentos a mí.

Lancé mi sombrero imaginario al viento, que no era viento, sino mi pura imaginación, y giré sobre mí mismo, con movimientos finos, sugerentes de cadera, como si cada paso tejiera un hechizo irrompible. Era el momento.

Me deslicé hacia atrás en un moonwalk tan perfecto que el propio suelo debería haberme agradecido. Al llegar al límite de mi arte, extendí la mano con delicadeza, y como si respondiera a una llamada divina, mi sombrero regresó a mí. Bajé la mirada, ocultándola en sombras invisibles, y, con una lentitud soberbia, me coloqué aquel tesoro imaginario sobre la cabeza. Cuando volví a levantar la mirada, una sonrisa brotó en mis labios, una que gritaba sin palabras: "La estrella ha llegado."

—Y es mi obligación... hacer ruido.

Con la precisión de un maestro, metí la mano en el bolsillo mientras chasqueaba los dedos, produciendo un sonido rítmico que se unía a los destellos musicales de mis dientes. Cada pequeño movimiento de mi cuerpo, minimalista pero perfecto, componía una coreografía que desafiaba a la misma realidad.

—Con esto —anuncié, mientras alzaba el brazo al cielo, mostrando al mundo mi posesión más amada: una armónica, la misma que había derrotado al rey inútil de esta tierra en un duelo más legendario que cualquier epopeya.

Sin perder tiempo, la llevé a mis labios y soplé una melodía tan sublime que incluso las trompetas del apocalipsis habrían parecido el aleteo tímido de una mariposa frente a mi arte.

—¡Rápido, la misión! —dije, cerrando los ojos, dejándome llevar por la sinfonía que emergía de mí como una bendición musical.

La respuesta no tardó en llegar. Aunque esta vez, el silencio precedió a las palabras. Como si la voz se negara a hablar, temiendo que, de alguna manera, pudiera usar sus palabras contra ella y transformarlas en un halago a mi gloria.

MISIÓN: BANANAS!

OBJETIVO: SALVA A UN INOCENTE CON UNA BANANA (¡SÉ UN HÉROE POR FIN!)

OBJETIVO SECUNDARIO: CONVENCE A ALGUIEN DE QUE ES UN ARMA PELIGROSA (FÁCIL)

RECOMPENSA: HABILIDAD ÚNICA (GOLPE FATAL SEGURO AL 100%)

PENALIZACIÓN: ¡LAS BANANAS Y CUALQUIER FRUTA TE ATACARÁN HASTA DESTRUIRTE!

Dejé de tocar con un último acorde que cortó el aire como una espada.

—¡WU! —grité, como un rugido triunfal a mi propia odisea.

Con una reverencia invisible, guardé mi armónica con sumo cuidado, como si fuera el tesoro más valioso del universo. Pero no pude contenerme más. La realidad me golpeó en la cara como un pescado muerto.

—¡¿QUÉ MIERDA DE PENALIZACIÓN ES ESA?! —solté, encorvándome más de la cuenta, dramatizando cada sílaba para que la estupidez que acababa de escuchar fuera evidente incluso para los ácaros del polvo.

El silencio respondió primero, como si hasta el aire estuviera dudando qué decirme. Luego, con una voz llena de descaro:

—¿No te interesa la habilidad? ¡GOLPE FATAL! ¡100% SEGURO, ANIMAL!

Crujieron mis nudillos de pura frustración.

—Eso suena increíble... —admití, agitando las manos como un predicador en plena misa—, ¡pero la penalización es ridícula!

Un tono ofendido, digno de una diva que acaba de ser insultada en su propio escenario, retumbó en mi mente:

—¿Ridícula? ¿Estás diciendo que una de mis penalizaciones es ridícula?

—Siempre lo han sido —rebatí, girando los ojos con la gracia de un actor de teatro cansado de su propio guion—. ¡Más creatividad, por favor!

Una risa seca, mal contenida, vibró en el aire, seguida de unas palabras que fueron como una bofetada sin manos:

—Es cierto. Cuánta razón tienes, Yuzato... Tienes el osico lleno de asquerosa, sucia y maldita verdad.

Parpadeé, confundido por la agresividad del cumplido.

—¿Lo tenías que decir así? —pregunté, como quien cuestiona por qué la lluvia también tiene que caer en su sopa.

Una amenaza disfrazada de invitación susurró en mi oído:

—¿Quieres una probadita?

Me crucé de brazos, frunciendo el ceño con toda la indignación que pude reunir.

—¿En este momento? Dah, pues obvio que no. Refresca un poco esa cabeza de chorlito, anda.

Un zumbido rasgó el aire frente a mí. Un portal de energía chisporroteante se abrió como una cortina que separaba dos mundos.

—Entra.

Parpadeé, incrédulo.

—¿Puedes hacer eso?! ¿Por qué no me ayudas de vez en cuando, entonces?!

No recibí respuesta amable. Solo sentí cómo el portal comenzó a moverse solo, avanzando hacia mí como un tiburón que huele sangre.

Antes de que pudiera quejarme, fui empujado sin ceremonia a través de ese vórtice brillante, directo hacia un lugar que jamás habría imaginado en mis peores pesadillas: el Valhalla de la Fruta, el legendario paraíso donde descansan los sagrados alimentos que fueron devorados vilmente por los asquerosos humanos.

Una cuenta regresiva resonó en mis oídos:

—Tres... dos...

Miré a mi alrededor, boquiabierto ante la inmensidad del lugar, colmado de árboles de manzanas gloriosas y plátanos flotantes cual almas en pena.

—Mira nada más... Si eres útil después de todo...

—Uno.

En cuanto esas palabras resonaron, el portal se cerró de golpe, dejándome completamente solo en ese paraíso traicionero.

—¿A dónde fuiste? —pregunté, sin esperar respuesta. Sentí un golpecito en el hombro y me giré automáticamente—. Oh, disculpa por ocupar toda la calle, eh...?

Una fruta. Justo frente a mí. Flotando.

—Espera...

El terror me golpeó como una ola.

—¡AAAAAAAAAAAAA! —grité, justo cuando la fruta, con furia homicida, se lanzó sobre mí.

Naranjas me aporreaban sin piedad, como si cada golpe quisiera borrar mi existencia. Las manzanas, rojas como la ira pura, se endurecían y rebotaban en mi cabeza como proyectiles. Y las bananas... oh, las malditas bananas se lanzaban como cuchillas afiladas que perforaban mi dignidad.

—¡PIEDAD! ¡SOY INOCENTE! —clamé, tratando inútilmente de cubrirme.

Mientras tanto, al otro lado, el conteo seguía con la mayor tranquilidad del mundo:

—Ocho... nueve...

Una pausa. Como si se estuviera rascando la cabeza en medio de su deber.

—Bah, como sea... Tal vez Yuzato esté bien.

Un nuevo portal se abrió frente a mí y, sin darme tiempo a suplicar más, fui absorbido de nuevo a la Tierra.

Me desplomé en el suelo, jadeando, cubierto de moretones, pegajoso de jugos y con cáscaras pegadas en lugares que preferiría no mencionar. Rápidamente me arrinconé contra una pared, abrazando mis rodillas como un sobreviviente de guerra.

—Todo... todo pegajoso... —susurré, como si cada palabra pesara toneladas—. La fruta... No hay que temerle... Hay que respetarla...

Con movimientos temblorosos, empecé a quitarme cáscaras de encima. Recordaba cada ataque, cada embestida suicida de esas frutas convertidas en proyectiles kamikazes.

Una voz con un tonito de burla vibró en el aire:

—¿Penalización ridícula?

Levante la vista, temblando como un cachorro asustado.

—Penalización... infernal... —tragué saliva, sintiendo que todavía olía a plátano aplastado—. ¿No eras un demonio?

Volvimos al reino... otra vez.

No sé ni por qué me esfuerzo en darle dramatismo a estas entradas triunfales cuando cada vez regreso más golpeado que la anterior.

Una voz intrusiva rompió mi intento de reflexión:

—¿Y los guardias?

Señalé con desgano hacia un lado, como quien indica un puesto de venta de medias usadas.

—Por ahí.

—¿Te buscan?

Me encogí de hombros, fingiendo desinterés absoluto mientras escondía el rostro entre el cuello de mi capa invisible de dignidad.

—¿A quién le importa? Míralos. Tienen diálogos genéricos, están parados como si fueran PNGs de bajo presupuesto... y ni siquiera es necesario que el lector se los imagine.

Me tomé unos segundos para admirar esa triste escena: guardias tiesos como estatuas mal renderizadas, lanzando frases como "¡Alto ahí!" y "¿Has oído los rumores?" en bucle eterno.

Una observación me sacó de mi momento crítico:

—Uno te está saludando.

Casi sin ganas, desvié la mirada. Efectivamente, uno de los PNGs de carne y hueso agitaba la mano en mi dirección, como si fuera una animación glitch.

Me alejé antes de que se le cayera un brazo de la rigidez, acercándome a un pequeño puesto.

—Una banana —dije con toda la seriedad que la situación exigía—, la más madura que tengas.

Recibí mi pedido. La banana brillaba en su amarillenta perfección, como una promesa de victoria.

—Gracias~ —entoné, desplegando toda mi genialidad natural, esa que la gente del mundo no merece, pero que inevitablemente recibe.

Evité a toda costa mirar a la vendedora. Como si eso bastara para borrar cualquier sospecha.

—No soy yo. Me parezco —murmuré rápidamente, como quien trata de evadir impuestos mirando al suelo.

Un temblor recorrió el puesto. No fue un terremoto. Fue la vendedora, cuya voz quebradiza me alcanzó como una daga oxidada.

—Vu... vuelva...

—Volveré pronto, claro que sí —aseguré, sonriendo con esa mezcla de encanto y terror involuntario.

—Vuelva... cuando yo no esté... por favor...

Mi sonrisa se derrumbó como un castillo de cartas en medio de un huracán. Bajé la cabeza y me alejé, tragándome toda la dignidad que me quedaba, que no era mucha para empezar.

—Ay, qué exagerada... —susurré, pero no me atreví a voltear ni a respirar demasiado fuerte.

Me arrastré hasta llegar frente a la estatua del héroe. Un monumento reluciente, eterno.

Me dejé caer frente a él, cruzando los brazos como quien planea una revolución.

—Mi eterno rival... —murmuré, desafiando a esa figura congelada en una gloria que yo, inevitablemente, superaría algún día.

O eso me decía para no llorar.

Un zumbido de amenaza interrumpió mi momento solemne:

—Vuelves a usar vacíos legales y te devuelvo con la fruta.

Tragué saliva. El recuerdo de la banana-cuchillo me atravesó el alma.

Decidí comportarme.

Por ahora.

Algo se nos ocurrirá.

O eso quería pensar, porque claramente no tenía ningún plan más allá de seguir respirando.

A lo lejos, un grito de auxilio perforó la monotonía del reino.

Era ella.

La chica de la pésima memoria.

La misma que me delató con los guardias por el imperdonable crimen de... mirarla.

Una voz sarcástica resonó en mi cabeza:

—Tus pensamientos son muy específicos... Te dolió, ¿verdad?

Respiré hondo, ignorando el pinchazo de orgullo herido.

—¡Gracias, dioses! —exclamé como un fervoroso creyente ante su primer milagro—. ¡Un idiota quiere robarle a la chica!

Sin perder tiempo, solté un silbido potente que cortó el aire.

—¡Oye, idiota!

El tipo que volteó a verme no era precisamente el panadero del barrio.

Alto como un poste, rapado, tatuado hasta en las uñas, con una cara de pocos amigos que haría llorar a un espejo. Su ropa era una oda al culto del músculo: apretada, exagerada, chillona.

Sostenía con fuerza el brazo de la chica mientras saqueaba a dos manos cualquier cosa de valor.

—¿Qué? —gruñó—. ¿Eres acaso el novio de la chica?

Solté una carcajada despectiva, llenándome de una confianza que no sabía si merecía.

—Ja... Ella lo quisiera, pero soy mucho para tan poca cosa.

La provocación encendió algo en su cerebro de simio.

—¡Oh! ¡Tenemos un héroe aquí, ¿verdad?! —bufó, dejando caer un hacha gigantesca contra el suelo con tanta fuerza que rompió el concreto como si fuera papel mojado.

Me crucé de brazos, sin mover un músculo.

—El mejor que conoces —aseguré con una sonrisa—. Y escucha esto.

Lo señalé teatralmente, como si estuviera presentando a un payaso en una feria.

—¿¡Dónde carajos tenías esa arma!? ¿Spawneó de la nada o solo quieres dar miedo? Porque, amigo, eres pésimo en eso.

La chica, pálida como un papel, apenas logró soltar un gemido:

—¡Guardias, auxilio!

Los guardias...

Ah, sí.

Los grandiosos protectores del reino.

Ahí seguían, clavados en su lugar como estatuas de cartón piedra, todavía recuperándose de los comentarios existenciales que había lanzado sobre ellos antes.

O tal vez simplemente el autor no quería darles más diálogos.

Qué se yo.

Levanté una mano hacia la chica, pidiéndole calma.

—Silencio, preciosa.

Con un movimiento digno de una leyenda urbana, tomé la banana que había comprado, apunté con la precisión de un francotirador, y la lancé con toda la gracia de un maestro marcial.

La fruta surcó el aire y golpeó de lleno la frente del matón, dejando un sonido sordo y satisfactorio.

—Muy lento —susurré, soplando mis dedos como si acabara de disparar un arma de fuego invisible.

—Oye... ¿seguro que mi puntería no es una habilidad única?

Una respuesta cargada de ironía me perforó el oído interno:

—Tan única como ese sujeto.

Ya lo golpeaste con la banana... Ahora, ¿cómo lo derrotarás?

Sonreí.

Un sonido seco retumbó en el aire.

Como si una sinfonía compuesta por una sola nota absurda anunciara el fin de una guerra inexistente.

—Pero si ya lo hice —dije, acomodándome la ropa como quien termina una obra maestra.

—¿Cómo? —preguntó la voz de la conciencia más molesta del universo.

Suspiré como si estuviera explicándole a un niño particularmente torpe:

—Ay, ¿en serio crees que tenemos tiempo para hacer una batalla de relleno?

Solo pasó y ya.

No vamos a aburrir a la gente con una pelea simple en todo aspecto.

Levanté una mano al cielo, reclamando justicia.

—Ahora... ¡Mi recompensa!

La respuesta fue una bofetada de aire en la cara:

—¡RECOMPENSA NEGADA!

Mi cuerpo entero se congeló.

—¿Por qué?

—¿Lo convenciste de que era un arma?

Abrí los brazos, indignado.

—¡Claro que lo hice!

Un silencio incómodo me envolvió.

—Solo lo noqueaste... —dijo la voz, arrastrando las palabras como si fueran cadáveres—.

Sigo sin saber cómo.

Sonreí con la dulzura de un estafador profesional.

—Anda~, dame una gratis~

—¿Crees que la mereces?

Todas, todas tus misiones son superadas por pura suerte... Arréglatelas.

Bufé, resignado.

Me acerqué nuevamente al puesto de la chica, sin mirar directamente para evitar más denuncias públicas, y señalé su escoba.

Sin decir palabra, ella me la prestó.

Tomé la escoba como quien recibe una espada sagrada, y dije:

—Prepara otra banana, por favor.

Con cuidado y cero ceremonias, quité al idiota del puesto como si moviera un mueble viejo y lo dejé cerca de la basura.

Recibí mi pedido y me marché hacia algún lugar, no tengo idea si la chica dijo algo más.

No era importante.

No para mí.

Mientras caminaba, pensando en lo ridículo de mi situación, una pregunta asaltó mi mente:

—¿Y ahora qué hacemos...?

—¿Qué harás tú? —corregió la voz, fría como un balde de agua podrida—.

Sigues preguntándome aunque sabes que la misión es tuya.

Me detuve, mirando la banana nueva como quien planea un crimen.

—¿Y si me amenazo a mí mismo? —proponiendo la estrategia más desesperada en la historia de las ideas malas.

La voz soltó un comentario que me dejó helado:

—Esa banana... se ve rabiosa.

Me aclaré la garganta, poniéndome serio.

—Como decía... ya gané, ¿no es así?

No hablo de la recompensa, sino en teoría: ya derroté a alguien con una banana, ¿verdad?

La respuesta llegó tan rápido como un latigazo:

—Sí, pero no te regalo nada.

Aún falta.

Suspiré.

Este mundo tenía reglas más estrictas que mi suerte.

Y eso ya era decir mucho.

Aún faltaba el objetivo secundario.

Genial.

Me crucé de brazos, sujetando mi mentón como quien medita sobre el destino del universo... o sobre qué tipo de sandwich comería después.

—Solo me aseguraba de no noquear a otro idiota —dije en voz alta, como si a alguien le importara.

Pensé unos segundos.

Y luego me iluminé como un foco barato:

—Oh, lo tengo.

Mis pasos me llevaron directo hacia ellos.

Los PNG... los guardias.

Uno de ellos mantenía la mano levantada en el aire, como si estuviera atrapado en una animación rota.

Frente a esa escena patética, el System no pudo evitar preguntar:

—¿Y eso qué?

Sonreí con orgullo.

—Como dije antes, no son importantes, así que nadie se esfuerza en darles siquiera diálogos. Solo... puntos y líneas.

El System, compasivo con algún lector curioso, aclaró:

—No, no es código Morse.

Tomé aire.

—Hagamos esto rápido.

Sin pensarlo dos veces, agarré a uno de los guardias.

Lo giré como si fuera una hoja de papel mal pegada al fondo del escenario.

Ya sabes por qué.

Me estiré un poco, como quien se prepara para un recital importante.

Saqué la banana, sujeté al guardia del cuello y presioné el arma dorada contra él con firmeza mortal.

Inspiré profundamente, adoptando el tono de un mafioso que se respeta:

—¡AHORA ESCÚCHAME, HIJO DE P***! NO ME MIRES. NO RESPIRES EL MISMO AIRE QUE YO. NI SIQUIERA PIENSES.

¡ESCÚCHAME Y LISTO! ¡CÁGATE ENCIMA, PORQUE SI NO LO HACES, ESTA MIERDA SERÁ LA QUE ACABE CON TU VIDA!

¡SALUDA A TU MUJER Y DILE QUE NO ABRA LA PUERTA... YO YA TENGO LLAVE!

El silencio absoluto se apoderó del lugar.

Ni los pájaros se atrevieron a cantar.

El System, tan útil como siempre, intervino:

—Como el guardia no puede hablar ni hacer nada, aquí está su confiable Ultra Super Omega Plus System para ayudarles:

Se orinó.

Hubo un corte abrupto en la escena.

Y ahí estaba yo, sentado en un bordillo, pelando tranquilamente una banana mientras le daba un mordisco.

—Estuvo fácil —dije, con la boca llena, saboreando la victoria... y el potasio.

Me coloqué mis gafas oscuras con un movimiento digno de un comercial barato.

—Soy increíble, ni lo menciones —dije, en un tono tan serio que podría jurar que la tierra tembló.

Por dentro, claro... gritaba como toda una fangirl viendo a su idol favorito en un concierto.

El System, incapaz de contenerse, soltó su fanfarria imaginaria:

—¡MISIÓN CUMPLIDA!

RECOMPENSA: HABILIDAD ÚNICA: MERCENARIO DE LA FRUTA.

¡AHORA CUALQUIER ATAQUE QUE LANCES SERÁ FATAL Y TENDRÁ UNA PROBABILIDAD DE ACIERTO DEL 100%!

La noticia me golpeó directo en el corazón.

Mis gafas casi se empañan por la emoción.

—Increíble —susurré, manteniendo la postura de héroe imperturbable.

Por dentro...

Explosiones de fuegos artificiales.

Cánticos de victoria.

Un desfile en mi honor.

Y entonces...

La maldita trampa.

—CONDICIÓN PARA ACTIVAR: USAR UNA BANANA.

LA BANANA ACERTARÁ UN GOLPE FATAL DE 0.0000000001 DE DAÑO FÍSICO. (¡NUNCA FALLA!)

Alcé la vista al cielo.

Con la voz más controlada que pude, murmuré:

—Increíble...

Pero en realidad, quería llorar en una esquina mientras abrazaba mi dignidad herida.

Como si no fuera suficiente humillación, apareció una animación de pésima calidad en el aire.

Una niña dibujada con tres líneas mal hechas movía apenas la boca mientras un sonido grabado con una TV de los ochenta tronaba en el fondo.

—Al habla bla bla bla System~. ¡La próxima misión le dará a Yuzato una habilidad increíble, lo juro! Palabra de su amado System.

Me llevé la mano al rostro.

Definitivamente, este era el infierno.

More Chapters